Carta a mí mismo: “He tenido que tomar hoy las riendas de tu vida pues parece que a tu edad ya no puedes controlarte. He confiado demasiado en ti porque creí que podrías mantener y sostener una imagen respetable de tu persona. Y no estoy poniendo el punto crítico en tus opiniones o en tus escarceos literarios, sino en tu conducta moral y en tu condición física. Te estás pasando. Tus amigos más cercanos ya no te buscan. Las mujeres prefieren acostarse entre ellas antes que servirte un café. ¡Tus amigas jóvenes ya tienen 30 años! Y además desperdicias las oportunidades que te ofrecen las personas de buena voluntad. Estás a punto de defraudar a tus editores más queridos y a quienes pensaron que eras capaz de hacer la crítica del presente y de escribir la gran obra. ¿Sabes a quién me recuerdas? A nadie. Por ello he venido a rescatarte y a reclamarte el desperdicio que haces de tu libertad. Sé que es humillante para ti reconocerlo, pero en verdad ya no pegas un jonrón. Es decir, tu bla bla bla no conmueve ni a la hoja más liviana de un árbol viejo. ¿Cuál es mi recomendación? (Y lo digo con mucho cariño). Que te calles, te comportes, no bebas tanto y admires a los talentos medianos. Si aplaudes lo suficiente y no te excedes en la crítica hacia tus contemporáneos es posible que algún día seas reconocido como una voz extraña, honrada y belicosa. Eres necesario, sí, pero después de muerto. Mientras tanto goza de los beneficios que te han otorgado treinta años de escribir idioteces. Quizás mañana las nuevas generaciones te envíen al rincón más oscuro de la creatividad concertada. Las nuevas generaciones son lo de hoy. Allí tienes, y qué mejor ejemplo, a Bob Dylan, extraordinario artista, que ha recibido el premio Nobel de física, medicina y además el de literatura. Le han pateado el trasero a Gamoneda, Adonis, Philip Roth y a una centena más de los escritores que admiras. ¿No entiendes, zopenco? Los escritores están tan devaluados que incluso el premio que dan los suecos está destinado a los cantantes del metro. Los escandinavos han vivido mucho y nunca erran en su juicio. Tuviste una gran oportunidad a los 24 años cuando trabajaste en ICA haciendo presupuesto de obras y precios unitarios. Allí, en Minería, sí te querían y apreciaban. Se te fue el tren. ¿En qué consiste mi rescate? En brindarte consejos muy puntuales. El primero: ya bájale. El segundo: no seas arrogante. El tercero: denuncia a alguien y da nombres propios, es decir, no te hagas el abstracto. El cuarto: vístete de acuerdo a tu edad, no seas mamón. Sé que tarde o temprano agradecerás mis sugerencias. Estás en la esquina del nunca volverás. Sé amoroso con tu pareja, cómprale vestidos y no le digas: “Guarra, jamás vas a salir del lodo”, eso es literatura y ya nadie te cree. Practicar la cortesía intelectual —no hay otra— hará que la vida de quienes están a tu lado sea más llevadera. Tienes que reconocer, querido yo, que tu pasión por la literatura es sólo una calentura pasajera. Sí, recuerda aquella frase de la escuela secundaria: estás como burro en primavera, creyendo que la literatura es un arte mayor. Relájate y concéntrate en el oficio de escribir sin concederle mayores dones. Antes de despedirme me gustaría decirte que, pese a la torpeza con que sueles llevar tus asuntos, en algo has tenido razón: reconocer que nadie es capaz de mostrarte el verdadero camino hacia el infierno. Debo aceptarlo, sí, mas no te preocupes, no existe ningún camino verdadero hacia ningún lado. Sólo el Paseo de la Reforma, Avenida Revolución y las piernas de la mujer que guardas para siempre en la memoria. Y un posdata: jamás, nunca, never, se te ocurra leer otra vez El desencantado, de Budd Schulberg. Date por rescatado, querido yo mismo.

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