Me encontré hace muy poco con un hombre a quien no le interesaba ser reconocido en ningún aspecto; y la fama, según andaba diciendo por allí, le causaba náuseas y, en general, un profundo rechazo. “ Si llegaras a tu casa y tu familia, en caso de que la tengas, no te reconociera —señalé yo— estarías en graves problemas” Me observó como si dentro de mí habitara un idiota que no lograra comprender la profundidad de su sentimiento. Y tenía razón; pero mi experiencia me revela que incluso las personas más anacoretas y tímidas que existen mendigan algún día por obtener una brizna de re conocimiento o de aplauso. Se quiere llamar la atención porque de no llamar la atención los autos pasarían encima de nosotros ya que para el conductor seríamos invisibles. Sí, es obvio, mas ello no hace a un lado que la fama, llevada más allá del límite de la mera existencia, sea un exceso y también una majadería.

Una perversión bastante más seria consiste en imaginar cómo será uno recordado después de su muerte. Ser recordado quiere decir: ¿de qué clase de fama gozará el cadáver en la imaginación de los vivos? No todos los escritores crean libros para la posteridad; nadie decide en vida ser un autor clásico en muerte. Truman Capote creía que él tenía la capacidad de decidirlo: de allí su estilo vanidoso (su baja estatura debió también ser causa de su esmero por brillar a toda costa). Una tarde de los últimos días de 1965, como él mismo lo confesó, Borges puso en duda que Voltaire y Shakespeare fueran a perdurar indefinidamente. En cambio, creía que las obras de Schopenhauer y Berkeley lo harían. Lo cito: “Clásico no es un libro que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, surgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad.”

Es innecesario expresar que yo me conformaría con la misteriosa lealtad de las mujeres y de los amigos (lealtad que jamás es merecida). No cualquier hombre puede ufanarse de que su pasado le acompañe en la pronunciada cuesta hacia un futuro que nunca termina de llegar. En la tarde lluviosa de un último día de junio en el 2016 creo, como ya lo escribió Borges, que Schopenhauer perdurará eternamente y que Shakespeare no. La razón de este juicio, según yo, es muy sencilla: el primero ha dejado de ser leído y su ausencia se hace cada vez más notoria. Perdurará porque ha sido abandonado y perdido atención. ¿A alguien le parece la mía una aseveración triste? No, que va. Quienes desaparecen —quiero decir: que huyen de la fama— hacen posible que la vida sea un poco más respirable. En cambio, el que permanece a toda costa será tarde o temprano, mirado con lástima piadosa. Un breve poema de Charles Simic se titula así: “Perros que se compadecen de sus amos”. En realidad el poema se concentra en el título, pues Simic no logró ir más allá de la idea y de la primera frase (como resulta evidente, la primera frase de un poema es el título). Por cierto; en mi juventud tuve algunos perros cuyos nombres mi memoria comienza a perder. No tuvieron oportunidad para compadecerse de mí: murieron antes que yo, o enfermaron y debí cuidarlos.

En la Eurocopa, que se juega estos días en Francia, el equipo de Islandia derrotó a Inglaterra, dos goles a uno. Es una noticia alarmante, pero habrá que irse acostumbrando: ingleses sólo quedan ya en las gradas; excepción hecha de Hart, Rooney, y quizás Sterling y Sturridge. Los de Islandia llevaron a los británicos hasta el caballo de madera que los conduciría al infierno. El caballo de madera es una kenningar (antigua forma de la poesía islandesa que algunos conocimos gracias a Borges) que significa la horca. Es una figura cruel y bárbara, pero graciosa y de algún modo inocente. Por cierto: ¿Quién no desea luego de presenciar y sufrir el deterioro mental de nuestras sociedades montarse en un caballo de madera y marcharse de una vez al infierno? Más que cualquier fama, o conato de reconocimiento, los cautos buscan una forma de escaparse. ¿Quién puede culparlos? El equipo de Chile obtuvo la Copa América venciendo a Argentina. A mí no me causó sorpresa. ¿Observaron a los futbolistas chilenos correr los 120 minutos en grupos de tres o cuatro como si encarnaran en diminutas mafias? Breves manadas lobinas cercaban de inmediato el destino de la pelota en cualquier parte del campo. En los noticieros se habló largamente de la derrota de Argentina (restándole importancia a la victoria de Chile) porque su historia, como selección de un país, es más célebre que la chilena y porque sus jugadores son reconocidos como rutilantes deidades del suelo. Aún así marcharon en su caballo de madera hacia un lugar del que no se puede volver. La fama no garantiza, puedo y quiero decir, más que el oprobio y el desatino vulgar. Tienen mis aplausos.

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