El domingo pasado la Cámara de Diputados de Brasil votó mayoritariamente a favor de desaforar a la presidenta Dilma Rousseff. La votación, realizada en horario estelar, se convirtió en un patético reality show en el que cada diputado emitió su voto a viva voz y en el que cada uno de ellos aprovechó para externar su agradecimiento a quien considerara más conveniente: a Dios, a su mamá, a sus hijos, a la tía que lo cuidó de pequeño, a los militares de la dictadura y, en el caso más oprobioso de todos, incluso al militar que torturó a Dilma Rousseff unas décadas atrás.

Muchos de los diputados brasileños, extasiados por esos breves momentos de fama, llegaron enfundados en la bandera brasileña en forma de capa, engolaron la voz, sacaron a relucir sus clases de oratoria, apuntaron con dedo flamígero, y condenaron el estado en el que se encuentra el país, lamentaron la crisis económica, cuestionaron la corrupción rampante y criticaron a la mandataria brasileña. Casi ninguno de ellos, sin embargo, mencionó el delito del que se acusaba a la presidenta. Y no lo hicieron, simplemente porque no hay un delito específico del que se le acuse a Dilma Rousseff.

Así es, contrario a lo que mucha gente cree, el episodio del desafuero de la presidenta aparentemente no tiene nada que ver con la corrupción. La acusación que dio lugar a la votación más bien está relacionada con un supuesto “maquillaje” de las cuentas fiscales que, en caso de existir, es muy poco probable que justificara una medida como la que aprobaron los diputados. El supuesto maquillaje fiscal no es algo infrecuente en ese país y, en cualquier caso, podría haber ameritado una sanción o recomendación administrativa. En todo caso, tampoco es claro que la presidenta fuese la principal responsable o que el propio vicepresidente (quien sustituiría a Dilma) se encuentre libre de responsabilidades. Lo mismo aplica para el presidente de la Cámara de Diputados, quien fue el encargado de operar y conducir el proceso de votación en contra de la mandataria brasileña.

Noten que en el párrafo anterior dije que el proceso de desafuero “aparentemente” no tiene nada que ver con la corrupción. En realidad, tiene todo que ver. Sin embargo, aquí el tema no es el de la corrupción de la presidenta, sino el de la corrupción y de los procesos de investigación abiertos en contra de muchos de los diputados que votaron a favor de su desafuero. Más de la mitad de los diputados que votaron a favor del procedimiento tienen acusaciones de corrupción o investigaciones en curso. Al Presidente de la Cámara baja, el diputado Eduardo Cunha, recientemente le fueron descubiertas cuentas multimillonarias en Suiza a nombre suyo y de su esposa que contienen recursos probablemente de origen ilícito (de otra manera no se entiende por qué habría intentado esconder esos recursos o por qué habría negado la existencia de dichas cuentas). Como se señalaba en un artículo reciente, el desafuero de Dilma no parece tener como objeto combatir la corrupción, sino más bien perpetuarla como parte crucial del sistema político brasileño. Al desaforar a la presidenta se le entrega a la población, molesta por la situación económica, una cabeza en prenda y se logra distraer la discusión sobre los temas de fondo.

La situación política de Dilma está ahora en manos del Senado. Allí será suficiente que una mayoría simple ratifique esta decisión para que la mandataria deba dejar su cargo por un lapso de hasta seis meses, periodo durante el cual se llevaría a cabo el proceso de análisis, de discusión y de votación. Si al cabo de este proceso una mayoría calificada considera que la presidenta es responsable, entonces deberá abandonar definitivamente el cargo. Su posible destitución podría saciar a aquellos que demandaban sangre y espectáculo. Mientras tanto, la crisis brasileña, económica, política y moral, continuará o quizá incluso se profundizará.

Economista.

@esquivelgerardo

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