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Benditas sean las campañas electorales, escribía en estas páginas Carlos Loret de Mola hace unos días. Se refería a que el presente periodo electoral nos ha permitido, por lo menos, conocer trapacerías de candidatos, gobernantes y promotores afines o conexos. Si bien no mucho más que eso.
Estamos frente a un buen espejo de la calidad de nuestra vida política (que no pública): cierto que las campañas electorales han divulgado muy poco acerca de propuestas y visión de país de los interesados (salvo excepciones), pero sí han posibilitado que se devele mucho de lo podrido del sistema en funciones. Propiedades de orígenes sospechosos, usos de recursos públicos para fines privados que en la perversión regresan a ser públicos, malabarismos verdes para jugar matatena con la ley electoral hasta que las multas se traguen las fichas, y otras linduras de la alquimia versión 2015. En eso se nos han ido las semanas y en la exhibición hemos podido conocer sobre todo los fangos.
¿Estamos condenados a permanecer en este impasse ético, creativo y de ideas? Para los tiempos más inmediatos me temo que sí. Todas las encuestas —y las elecciones intermedias en general nunca despiertan pasiones— prevén una participación moderada del electorado (con variaciones en lugares en que se juegan gubernaturas reñidas). Estudiosos de los datos, como José Merino de Data 4, han mapeado cómo las alternancias en México suelen ser más bien excepción, siempre entre los mismos y muy focalizadas. No demasiadas sorpresas, pues, que nos ponen frente a un escenario pobre en ideas, violento en acciones (la relación de candidatos asesinados es escalofriante), estancado en horizonte y atrapado en retóricas deslavadas. Por eso más de uno murmura: “Confieso que voy a disfrutar el momento en el que anule mi voto. Creo que hasta foto me voy a tomar.” (Aunque luego lo aporreen los antianulistas.)
Y, sin embargo, se mueve.
“Probablemente a aquellas personas que han vivido y prosperado en un sistema social dado les es imposible imaginar el punto de vista de quienes, al no haber esperado nunca nada de ese sistema, contemplan su destrucción sin especial temor”, dice el protagonista de Sumisión (la novela más reciente de Michel Houellebecq). Y hay de destrucciones a destrucciones. El éxito del “independiente” Bronco, en Nuevo León, habla menos del personaje y mucho más de la necesidad del electorado de mandar al carajo a los partidos. Los lances heroicos del jovencísimo Pedro Kumamoto, en Jalisco, para ganar como diputado local independiente, hablan menos de los arrebatos románticos individuales que de la necesidad colectiva (también romántica) de tirar los muros del sistema. Y podríamos seguir sumando ejemplos.
En estos días se cumplen 4 años de aquel 15-M que puso a los Indignados en las plazas españolas. Y como bien apunta Antoni Gutiérrez-Rubí: “hace cuatro años, el bipartidismo político y la opinión pública (y publicada) institucionalizada no salían de su zona de confort”. Hoy, son dos partidos nuevos, Podemos y Ciudadanos, los que tienen sacudido el escenario electoral español. Benditas, entonces, las campañas actuales. Porque evidencian la pobreza de la política formal y hacen más necesaria la audacia de quienes buscan romper ese sistema. Romperlo para bien, ojalá.
Un día, en México, el hijo o la hija mirarán a sus padres a los ojos y les dirán: mamá, papá, quiero ser político. Y si ese día los papás no salen corriendo, despavoridos, o no se relamen los bigotes, corrompidos, habremos ganado algo.
Ya veremos.
Comunicadora y académica.
@warkentin
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