La caída del avión de EgyptAir en ruta de París a El Cairo es terrible, ciertamente. Pero lo que acontece a diario en Egipto lo es mucho más.

Al momento de escribir estas líneas no existe certeza de lo que le sucedió al vuelo MS804 que viró abruptamente para luego desplomarse en el Mediterráneo, a pocos kilómetros de la costa egipcia. Si bien las primeras especulaciones giraron predominantemente en torno a la posibilidad de un acto terrorista, con el paso de los días el abanico de posibilidades se ha abierto más con la revelación de que hubo humo en la cabina de pilotos.

Al contrario del trágico incidente del vuelo chárter ruso que explotó en el aire poco después de despegar del destino playero de Sharm el-Sheikh en octubre del año pasado, cuando las autoridades egipcias descartaron cualquier ataque terrorista sólo para tener que reconocerlo —a regañadientes— después, esta vez las primeras declaraciones del gobierno se enfocaron precisamente en el terrorismo, y ahora han tenido que pedalear en reversa en busca de una narrativa coherente. En resumen, nadie conoce a ciencia cierta las causas de este último percance y la credibilidad del gobierno militar egipcio está por los suelos.

Pero no sólo está por los suelos por estos dos incidentes, o por el que culminó con la muerte de un grupo de turistas mexicanos el año pasado. El problema de fondo es que el gobierno militar carece de legitimidad y ha buscado suplirla a fuerza de bayonetas y fusiles, en una de las oleadas de represión más brutales que recuerde ese atribulado país.

Es a veces increíble como lo que parece el renacer de una nación puede conducir a su sepelio. Apenas en 2011 la Primavera Árabe, surgida en Túnez, se extendía a Egipto, uno de los países árabes más poblados y sin duda más influyentes por su ubicación geográfica, sus vínculos con Occidente y su relativamente alto nivel de vida y de educación de sus élites. Las manifestaciones masivas en contra del dictador Hosni Mubarak fueron primero reprimidas, pero poco tardaron las fuerzas armadas en darle la espalda a su presidente y negarse a continuar disparando contra sus compatriotas. Para entonces ya habían muerto, acribillados, más de 850 manifestantes en apenas tres semanas.

La primavera trajo consigo las primeras elecciones libres en décadas, y la victoria de un musulmán moderado, Mohamed Morsi, líder de la Hermandad Musulmana, una agrupación que había vivido en la clandestinidad, perseguida durante años por el gobierno, pero con profundo arraigo entre la población por sus obras sociales y religiosas. Con todos sus defectos, que no eran pocos, Morsi era el presidente democráticamente electo y su partido había obtenido un importante triunfo en elecciones parlamentarias un año después de su llegada a la presidencia.

Bien poco les duró el festejo a los hermanos musulmanes y bien poco a los egipcios el gusto por la democracia. En el verano del 2013 el ejército promovió un sangriento golpe de Estado que culminó con el encarcelamiento, muerte o desaparición de miles de miembros de ese partido, incluido el entonces presidente Morsi, condenado a muerte por los golpistas y cuyo paradero es hoy un enigma. Su suerte es la de muchos: el gobierno del dictador disfrazado de presidente, Abdul Fattah el Sisi, quien ha colgado el uniforme militar a cambio de elegantes trajes occidentales, ha encarcelado, sentenciado a muerte y/o ejecutado lo mismo a jóvenes estudiantes que a periodistas egipcios y/o extranjeros. En el caso más reciente, 152 personas fueron sentenciadas a entre dos y cinco años de cárcel por participar en una manifestación pacífica.

La masiva represión de un grupo que había optado por la política y las urnas ha dado pie a la radicalización en Egipto y, de la mano con ella, a movimientos armados de resistencia o de terrorismo. Tras décadas en la sombra, la Hermandad Musulmana optó por la democracia y se topó con las balas. Ahora han tomado el mismo camino, el de la violencia, y Egipto se hunde en un mar de sangre, intolerancia y represión.

El Sisi debería recordar aquella máxima: quien a hierro mata, a hierro muere.

Analista político y comunicador.
Twitter: @gabrielguerrac
Facebook: Gabriel Guerra Castellanos

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