Nos lo encontramos por todos lados, amables lectores. En la arena deportiva al igual que en el patio del recreo, en el debate político tanto como en las discusiones en redes sociales, en las “bromas” lo mismo que en las infamias, incluso en la denuncia misma del hecho, el discurso del odio está en cada rincón mental, en cada esquina literal y figurativa de nuestras existencias.

Con frecuencia no lo vemos. Y no porque cerremos los ojos o estemos ciegos, sino porque nos parece de lo más natural. Desde la broma acerca de aquel que es diferente, (por religión, etnicidad, orientación sexual o tantas otras) hasta las mucho más cotidianas y banales como las preferencias políticas o deportivas. Las de género y las raciales merecen un capítulo aparte, pues abarcan desde las gracejadas de adolescente hasta la justificación o incitación a cometer actos criminales, pero también se detienen en aquellas que, sin querer mostrarlo, implican abierta discriminación o rechazo.

Las redes están repletas de ejemplos, pero no son mas que un nuevo y más rápido vehículo de transmisión de ideas, prejuicios, conceptos inteligentes o aberrantes, chistes, romanticismo, profundidad o superficialidades. Quererle atribuir a las redes sociales un aumento en el discurso del odio es como querer culpar al telégrafo por la más rápida transmisión de noticias de la Gran Guerra Mundial, o a la televisión por su programación. La red no escribe cosas odiosas, solamente transmite lo que algunas mentes de ese tipo quieren decir.

La reciente campaña electoral estadounidense puso el tema sobre la mesa nuevamente, ya que más allá de la falsificación o invención/exageración de noticias ahora conocida como Fake News, el discurso agresivo y provocador de Donald Trump, y el todavía más ofensivo e insultante de muchos de sus partidarios, generó preocupación, miedo, por sus posibles consecuencias. Y vaya que las ha tenido: un repunte de actos de hostigamiento contra miembros de minorías étnicas o religiosas, casos cada vez más frecuentes de discriminación, a veces burda, otras absurda en los niveles de ignorancia que exhiben, y un deterioro marcado del clima, del ambiente de convivencia social en EU.

Esto ha generado a su vez una dura reacción entre quienes se oponen a Trump y a lo que representa. Desde el discurso crítico y ácido de sus contrincantes políticos hasta expresiones ofensivas e insultantes para él y su familia, de todo se ha dicho o escrito. Y ha generado reacciones igualmente negativas, provocando más que algunos incidentes violentos y que se le cierre las puertas a quienes exponen puntos de vista que no agradan o no convienen a la otra parte, desde los actos de censura burda o mal disimulada de la Casa Blanca contra medios a los que descalifica hasta la prohibición o limitación en algunas universidades, notable entre ellas la de Berkeley en California, para que en su campus se presenten oradores de la hoy llamada “alt-right” o extrema derecha.

Es un hecho que el discurso político agresivo exacerba los ánimos y puede provocar reacciones violentas: de ahí a las agresiones físicas y consecuentes actos de orden o de represión de la autoridad solo hay un paso más. Y, obvio, todos deberían (deberíamos) ser cuidadosos con el lenguaje que usamos, porque de la hipérbole o el insulto al golpe o al balazo hay una línea muy tenue, casi invisible.

La pregunta que queda, y sobre la que debemos abundar, es si se debe o no limitar o prohibir cierto tipo de expresiones agresivas, denigrantes o que inciten a la violencia del tipo que sea.

Hay quienes asumen ante esta cuestión una postura simplemente legalista: si la ley lo prohíbe no se puede tolerar. ¿Pero la ley de quién? ¿Quién marca los límites o impone las reglas? ¿Toda ley es justa? ¿Es lo mismo prohibir el discurso racista o misógino que la proclama libertaria? ¿Se vale callar a las voces que llaman a rebelarse contra un régimen o un sistema injusto?

Ante quienes creen tener todas las respuestas (y miren que sí los hay) yo expongo dudas, cuestionamientos. Y me pregunto cómo sería nuestro mundo si todos hubieran, siempre, callado para no ofender, para no alborotar, para no desestabilizar.

Esto da para mucho debate serio y se presta igualmente a descalificaciones superficiales. Yo seguiré abordando algo que me parece fundamental: los limites que debe o no tener la libertad de expresión en sociedades libres y democráticas.

Analista político y comunicador.
 @gabrielguerrac
Facebook: Gabriel Guerra Castellanos

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