En apenas una semana, un país en el corazón y otro en la periferia de Europa habrán decidido si le dan o no la espalda al viejo sueño de integración y unidad continental.

Escribo estas líneas cuando comienzan a fluir los resultados del referendum convocado por el presidente de Turquía, Recip Erdogan, para transformar fundamentalmente al sistema político de su país y, de paso, acumular tal cantidad de poder que el parlamentarismo cederá el paso a una presidencia ejecutiva, obviamente en sus manos.

Todo parece indicar que la iniciativa del presidente turco ha resultado ganadora, aunque por un pequeño margen que ya es cuestionado por la oposición, que exige un recuento de votos. A menos que se dé una sorpresa mayúscula, una vez confirmado el triunfo de Erdogan veremos a Turquía no solo más cerca de un presidencialismo absoluto, sino también mucho más lejos de la democracia competitiva y pro occidental que fue durante tanto tiempo.

Tras décadas de buscar un acercamiento mayor y su integración —en el más amplio sentido de la expresión— a Europa, Turquía toma una nueva ruta, en la que muchos de los valores políticos y diplomáticos que había adoptado se quedarán marchitos junto a su fallido intento de ingreso a la Unión Europea. La Turquía de Erdogan será menos plural, menos tolerante, mucho más represora de la disidencia y del separatismo kurdo. Si ya había utilizado el reciente intento fracasado de golpe de Estado para limitar libertades sociales e individuales, ahora Erdogan podrá consolidar su poder y su proyecto, que ya no contempla como antes a Europa.

El país que más se opuso a la entrada de Turquía a la Unión Europea es, paradójicamente, la otra nación cuyos votantes podrían dar una puñalada al proyecto continental. La carrera por la presidencia de Francia, que tradicionalmente sirve de escaparate al hiperderechista y xenófobo Frente Nacional, concentra ahora no solo a uno, sino a dos candidatos que están fundamentalmente opuestos al proyecto europeo.

Marine Le Pen es el rostro “bonito”, maquillado, presentable, de una organización que se alimenta del más rancio racismo francés, le añade un componante nazi/fascista y lo disfraza de defensa de los valores tradicionales. En esta ocasión suma a su atractivo de siempre dos nuevos factores: el creciente descrédito e impopularidad de la UE y su capital Bruselas por un lado, y el apoyo ruso a la candidatura de la señora Le Pen, manifestado no solo en un encuentro lleno de sonrisas con Vladimir Putin, sino también en el apoyo encubierto a veces y otras descarado, de los promotores rusos de los fake news en las redes sociales.

Generalmente no sería motivo de alarma ver al Frente Nacional disputando el primer lugar en las encuestas a estas alturas, ya que el sistema electoral francés, de segunda vuelta, virtualmente elimina las posibilidades de que gane un candidato o partido demasiado radical. Pero en esta ocasión se combinan lo grisaceo del candidato del Partido Socialista, Benoit Hamon, con el mal desempeño del presidente François Hollande para hacer casi imposible una victoria Socialista. El abanderado conservador, François Fillon, tiene un historial de escándalos más digno de un país tercermundista, lo cual lo tiene estancado en los sondeos. Y de la mediocridad socialista y la desfachatez conservadora ha surgido lo inimaginable: un candidato comunista (o neo comunista), Jean Luc Melenchon, también opuesto a la Unión Europea, a la OTAN y a las alianzas tradicionales de Francia. Y si le creemos a las encuestas más recientes, tanto Le Pen como Melenchon se podrían colar a la segunda vuelta electoral.

Y ahí sí, mis queridos lectores, ardería París. Y Bruselas. Y todo lo que huela a la Europa que se creía dueña del siglo XXI.

Es probable que no lleguemos a eso. Es muy deseable que no lleguemos a eso. Pero el simple hecho de que sea posible nos habla del triste estado que guarda el proyecto europeo.

Analista político y comunicador.
Twitter: @gabrielguerrac
www. gabrielguerracastellanos.com

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses