Nos equivocamos. Todos. Colectivamente. Por optimistas. Por confiar en el sentido común. Por querer evitarlo con la fuerza (claramente mínima) de nuestras mentes. Pese a cientos y miles de pronósticos y buenos deseos, Donald Trump es ya el candidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos de América y está casi empatado con Hillary Clinton. Y mientras que ella batalla por entusiasmar a sus partidarios, Trump los trae, como decimos coloquialmente, de un ala. Uno de los personajes más negativos, más ofensivos e insultantes de la política estadounidense del último medio siglo tiene enamorados a los suyos.

La Convención del Partido Republicano, que lo fue más bien de la familia Trump, parecía por momentos película de terror o de ciencia ficción. Un auditorio predominantemente blanco y sajón aplaudía a rabiar a una serie interminable de oradores que sólo tenían dos cosas en común: su odio visceral por Hillary y su descripción apocalíptica del momento que vive su nación.

Escucharlos era verdaderamente un ejercicio digno de la sicología o de la antropología. Una visión etnocéntrica que culpa de todos los males a los inmigrantes, a los liberales, a los extranjeros, a los diferentes. Un nivel de descalificación personal de los contrincantes que yo no recuerdo en tiempos recientes en EU. La hipérbole como ideología, el odio como credo, la uniformidad como mantra, ese es el tridente de los Trump.

La nueva política exterior, si ganan, se basa en el aislacionismo y en la exclusión. Ataca, critica y ofende a todos por igual en una suerte de majadería igualitaria en la que nadie queda a salvo de la embestida de un multimillonario que ve a la diplomacia como una serie de transacciones comerciales, en las que siempre puede regatear y sacar mayor ventaja de los demás. Todo se reduce al dinero: cuánto me cuesta, cuánto me pagan, cuánto me deben. Un tendero metido a aspirante a la presidencia, dicho sea con todo respeto para los tenderos.

A México y los mexicanos, como de costumbre con Trump, nos fue como en feria. Aunque ya no repitió la cantaleta de los violadores y asesinos, no dejó duda de que tanto la migración como el libre comercio están en su lista inmediata de atención, es decir, de agresión.

Mientras hablaba Trump, aterrizaba en Washington DC el presidente de México. Un timing cuestionable que convenía a su anfitrión, el presidente Obama pero no necesariamente a nosotros, que por fortuna no fue aprovechado por el magnate delirante, seguramente más ocupado en su discurso y en la telegenia, peinado y vestimenta de su esposa e hijos.

Una visita prudente, discreta, en la que Peña Nieto evitó meterse a la reyerta, como muchos quisieran verlo. De la derecha y la izquierda, de personajes inteligentes y serios y de otros no tanto, se escuchan voces que exigen al gobierno mexicano lanzarse con todo en contra de Trump, el candidato y su racismo, su antimexicanismo.

Comprendo y comparto su enojo y frustración, pero no creo que corresponda al gobierno mexicano entrometerse en el proceso electoral de otro país. Por principio de legalidad y de precepto de derecho internacional; por elemental sentido de supervivencia, pues no quisiéramos que nos hagan jamás algo similar; y por sentido común, ya que un pronunciamiento del gobierno mexicano no le quitaría un solo voto a Trump y en cambio abonaría a su discurso, al que podría ahora sumar el de la injerencia de uno de sus villanos favoritos.

¿Lo dudan, amables lectores? Pregunten a cualquier amigo británico cuál fue el efecto que tuvo el discurso de Barack Obama llamándolos a rechazar el Brexit. O el impacto de la campaña de Vicente Fox y su equipo a favor de la reforma migratoria en EU. La respuesta debería hacernos recordar que, a veces, el silencio es mucho más elocuente y eficaz, que la vociferación.

Analista, político y comunicador.
Twitter: @gabrielguerrac
Facebook: Gabriel Guerra Castellanos
www.gabrielguerracastellanos.com

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