The Economist le llama “la gran traición”. Se refiere a la manera en que, con su ineptitud, Dilma Rousseff le falló a los brasileños. Pero también a la manera en que sus contrincantes, destacados entre ellos los diputados, han traicionado a su país. La clase política entera, dice The Economist, le ha quedado mal a los brasileños.

Muy triste fue el espectáculo que nos brindó el Congreso brasileño, hace una semana, con el uso de una maniobra política que se pretende disfrazar de legal para deshacerse de su presidenta democráticamente electa. Es un tecnicismo, dice la prestigiada revista inglesa, a la que cito no sólo por la calidad de sus textos, sino también porque nadie podría acusarla de tener simpatías por la mandataria socialista.

Ya muchos lo han, lo hemos, señalado: con todos sus errores y limitaciones, Dilma Rousseff no merece perder la presidencia por la falta de la que se le acusa, ni Brasil merece que sus instituciones sean tan vulnerables a la manipulación de las leyes. Es cierto, el proceso se conduce con apego a la letra, pero no al espíritu de lo que, la Constitución brasileña estipula, deben ser causales para el juicio político. Y el daño no sólo es a la presidencia en turno, tendrá secuelas de largo plazo.

Hay varios aspectos que conviene destacar para tratar de entender mejor la profunda crisis que enfrenta Brasil:

La economía brasileña no pudo resistir la mezcla de incompetencia técnica y política de este gobierno, entorno global adverso y caída dramática de los precios de los commodities. A diferencia de otros países que implementaron programas de ajuste relativamente rápido, el gobierno de Rousseff no sólo se tardó, sino que también se equivocó. El resultado: una de las peores caídas del PIB desde los años 80, aumento significativo de la inflación y el desempleo, devaluación y perspectivas muy negativas para el corto y mediano plazo. Un desastre económico de quien era la envidia de la región hace apenas unos años.

El escándalo pone en evidencia no sólo la corrupción endémica de Petrobras, sino también, y sobre todo, la de la clase dirigente de Brasil. Funcionarios, congresistas, partidos, empresarios, son centenares y centenares los implicados, a los niveles más altos. Para darnos una idea, prácticamente tres quintas partes de los diputados en funciones están actualmente bajo investigación por actos de corrupción, entre ellos el presidente de la Cámara Baja. Los mismos que votaron por destituir a Dilma enfrentan cargos mucho más serios, están ya bajo proceso y/o no pueden abandonar el país. Y no es este un asunto de algunos partidos o de filiaciones político-partidistas, no. Los hay de todos colores y sabores.

El malestar y la indignación social se enfocan no sólo en los abusos de los corruptos. Hay un desencanto generalizado con la democracia, con el Legislativo y, por supuesto, con el Ejecutivo. Es el Estado, dirían los clásicos, el que le está fallando a los brasileños.

Pero es al mismo tiempo el Estado, y sus instituciones, el que les da ahora una oportunidad de reivindicar a su país. La buena noticia, en todo este desastre, es que se está conduciendo con apego a la ley, que todos los actores en el drama están acatando las reglas, que por más que Dilma y los suyos griten y vociferen que se trata de un “golpe”, no hayan hecho nada por impedir que el proceso en su contra avance.

Y la ciudadanía brasileña se está portando a la altura, no de sus políticos, que no la tienen, sino de sus leyes, de su historia, de su obligación como ciudadanos maduros que le demuestran al mundo que se puede salir a protestar y exigir sin caer en la violencia, y que los reclamos van acompañados de una serenidad, de un espíritu festivo, que puede marcar la pauta de lo que tantos millones, fuera y dentro de Brasil, quieren decirle a sus respectivos establishments:

Ya basta.

Analista político y comunicador
@gabrielguerrac
Facebook: Gabriel Guerra Castellanos
www.gabrielguerracastellanos.com

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