La pregunta se la hacen todos los días los integrantes del otrora venerado Establishment del Partido Republicano. Principalmente hombres, principalmente ricos y principalmente blancos con altos niveles de educación y éxito social, ven con preocupación, que raya en pánico, a esta figura populista. Y con buena razón porque Donald Trump les está ganando la candidatura presidencial de su partido y lo ha secuestrado, llevándolo por un camino muy alejado de sus orígenes y sus principios tradicionales.

Con un discurso chocante, fanfarrón, agresivo e insultante para muchos, Trump encanta a un sector de la población que se había sentido ignorado durante mucho tiempo por los partidos y los políticos. A diferencia de los más recientes movimientos de rechazo a la partidocracia alrededor del mundo, como Podemos y Ciudadanos en España, como los que marchan contra la austeridad en Grecia, en este caso no se trata de una búsqueda de una mejor manera de hacer política, más cercana a la gente, más transparente, más democrática. No, los partidarios más fervientes de Trump lo que buscan, y hasta ahora encuentran, es a una figura autoritaria que ponga a todos “en su lugar” de un manotazo, con una bofetada.

Esos a los que hay que “ubicar” son no sólo los partidos y el Congreso (tan odiado y rechazado en EU como en México), sino también todos los que a lo largo del último medio siglo han puesto de cabeza al país que conocían: las mujeres, las minorías étnicas, los inmigrantes recientes, los discapacitados, los pobres. Todos aquellos que se salen de la norma del viejo país blanco, anglosajón, expansionista y autoritario, donde la palabra del hombre era la ley en la casa y en el trabajo, donde nadie que no fuera blanco recibía un tratamiento especial por su género, color de piel, origen nacional o por sus limitantes y obstáculos físicos. Un país y una sociedad que glorificaban a los ganadores sin tomar en cuenta nunca a los perdedores, a los desprotegidos, a los que no eran “como ellos”.

Basta un vistazo a la composición demográfica de EU para entender este fenómeno, comenzando por la composición del electorado estadounidense. A pesar de que la población blanca tiende a decrecer, al punto de estar por dejar de ser la mayoría de la población, sigue siendo el segmento que más crece y el que más activamente vota. De acuerdo con el censo estadounidense, el 45.8% de los blancos votó en las elecciones para el Congreso de 2014, mientras que solamente lo hizo el 40.6% de los negros. ¿Los hispanos? Apenas el 27% salió a votar. Porcentualmente votan también mucho más los adultos mayores de 65 (59.4%), mientras que de los de 49-64 años sólo lo hace un 49.6%. ¿Los jóvenes de 18 a 34? Ni siquiera la cuarta parte, el 23.1%.

Si a eso sumamos la creciente polarización de la sociedad estadounidense, reflejada no sólo en patrones de voto, sino también en posiciones ideológicas, desprecio por el otro partido y sus simpatizantes, y fuentes de las que obtienen su información, tenemos que es una muy buena —y muy cínica y oportunista— apuesta electoral la que está haciendo Trump. Al cargarse a la derecha nativista, prejuiciosa y discriminatoria, busca capturar el voto de los blancos de clase media baja, con ingreso decreciente, edad ascendente y niveles de educación por debajo del promedio. No en balde declaró Trump tras una de sus victorias que “ama a los poco educados”.

Con esa combinación mágica, Trump luce encaminado a ganar, de calle, la nominación de su partido. Y cada vez parece más evidente que el único que podría desafiarlo es alguien que asusta tanto o más: Ted Cruz, otro populista, sólo que evangélico fundamentalista va por un segmento similar, sumando a los hispanos que no voten por los demócratas. El tradicionalismo republicano se revuelve en su tumba.

La mesa parecería puesta para que Hillary Clinton se lleve cómodamente la elección presidencial. Pero ella también tiene lo suyo. De eso hablaremos próximamente.

Analista político y comunicador

@gabrielguerrac

Facebook: Gabriel Guerra Castellanos

(Fuentes: www.pewresearch.org y www.census.gov)

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