La semana pasada, queridos lectores, hablábamos acerca del feo y odioso fenómeno político que es Donald Trump, de la manera en que ha afectado negativamente la contienda electoral en EU, de cómo se aprovecha del enojo, del desconcierto, de la confusión de un sector importante del electorado estadounidense para embarcarse en la más populista y maniquea campaña presidencial de la que yo tenga recuerdo desde los amargos días del racismo de George Wallace o las paranoias de Barry Goldwater.

Trump ha aumentado significativamente su ventaja en el número de delegados a la convención del Partido Republicano y la desesperación del establishment aumenta día con día. Ninguno de los favoritos ha sido capaz de hacerle frente a Donald Trump. Por el contrario, es como en esas malísimas películas de superhéroes japoneses, en las que los villanos aparecían en oleadas sólo para ser derribados como bolos de boliche.

El multimillonario es uno de esos personajes que tienen una capa natural de teflón que no sólo hace que todo ataque se le resbale, sino que además se le revierte a sus enemigos. Son excepcionales esos políticos, no en el sentido de admiración que generalmente acompaña al adjetivo, sino al hecho de que son fenómenos que desafían al sentido común, a la lógica política.

En un espléndido texto en el Washington Post, Chris Cillizza desgrana los argumentos de Trump para intentar culpar a todos los demás de sus propios excesos e improperios. Trátese de México y los mexicanos, de los musulmanes, del Ku Klux Klan, de Carly Fiorina y las mujeres, de la criminalidad de los negros, de su aparente simpatía por Mussolini, siempre hay alguien más que está detrás, que ocasiona o provoca el comentario o acción negativa. Y Cillizza hace un gran símil: si tu hijo constantemente se mete en pleitos en la escuela con niños diferentes, sin causa aparente, llega un momento en que tienes que darte cuenta de que el único hilo conductor es tu hijo. No la escuela, no sus compañeros, ni los maestros, ni los malos entendidos.

Incluso ahora que la violencia es cada vez más frecuente y más intensa en sus mítines, Trump tiene el descaro de presentarse como la víctima de las agresiones. Sus partidarios se la compran, le festejan cada desplante, cada llamado burdo o sutil a la violencia. El bravucón, el bully, tiene a una legión de admiradores aplaudiéndolo, impulsándolo, pidiendo más y más.

Después de varios meses de observar a Trump y de ignorarlo, repentinamente varios políticos mexicanos decidieron plantársele. Primero Vicente Fox, con el elegante lenguaje que lo caracteriza. Después Felipe Calderón, más mesurado. Luego una serie de personajes más interesados en su propia popularidad y sus agendas que en la defensa de los intereses mexicanos. Y finalmente el gobierno, cuidadosamente al principio, hasta aumentar el volumen y la visibilidad.

Creo que esto es un error, por varias razones. Se trata de un proceso electoral de otro país, y si un gobierno extranjero hiciera algo similar en México el escándalo sería mayúsculo. Por odioso que sea el personaje, subir al gabinete y al Presidente de la República al ring con un personaje así es excesivo, arriesgado. Se le da motivo para denunciar la injerencia de un gobierno extranjero, para responder con la agresividad y vulgaridad que le caracteriza, para incitar aún más al odio y el rechazo a los mexicanos.

A los bullies hay que ignorarlos y aislarlos, no hacerles el juego y darles más importancia de la que tienen. Trump no está descubriendo ni mucho menos creando el racismo ni la xenofobia o la misoginia de un sector del electorado estadounidense, las está explotando y aprovechando, pero ya estaban ahí. Si queremos entender por qué su discurso prende tanto, mejor volteemos a ver cómo fue que sucesivos gobiernos mexicanos descuidaron la relación con EU y se despreocuparon de la imagen de México en el exterior. Ahí están los resultados.

Póngase el saco quien le quede.

Analista político y comunicador.
Twitter: @gabrielguerrac
www.gabrielguerracastellanos.com
Facebook: Gabriel Guerra Castellanos

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