El pasado sábado, demócratas y republicanos libraron dos aduanas con alto contenido simbólico de cara a lo que será, dentro de 9 días, una batalla definitoria: el llamado supermartes.

Carolina del Sur para republicanos y Nevada para los demócratas son relevantes (esta semana se invierten los papeles y cada uno va al otro estado) por varias razones: Carolina del Sur es el primer estado sureño en el proceso de votaciones primarias, con lo que eso implica en términos de conservadurismo y religiosidad del electorado. Nevada, por su parte, ofrece un fuerte contraste étnico a Iowa o New Hamp-shire por el alto número de hispanos y afroamericanos que ahí viven, mayoritariamente empleados de servicios en la industria hotelera y de entretenimiento.

Los resultados no sorprendieron, pero las consecuencias sí. En el campo republicano el inicialmente interminable listado de aspirantes se va reduciendo. Como en la canción infantil, “de los trece que tenía” ya solamente quedan cinco o seis, y de esos solamente tres son verdaderos contendientes: Donald Trump, Marco Rubio y Ted Cruz.

Trump ha ganado cómodamente salvo en Iowa, donde Cruz dio la sorpresa, y nada parece hacerle mella en su ascendente carrera. Con una capa de teflón resistente a prácticamente todo y un cínico cálculo electorero, Trump ha ofendido, insultado y agraviado a México y a mexicanos, a China, a inmigrantes, a mujeres, a discapacitados, a veteranos/prisioneros de guerra, a ex presidentes de su partido, a sus contrincantes y ahora, para colmarla, al Papa. El costo hasta el momento, como diría él, absolutamente CERO. Tal vez Trump no sea indestructible, como algún célebre político mexicano decía de sí mismo, pero vaya que sí lo parece.

Trump apela a la frustración de una clase media y media baja que no entiende y se siente amenazada por las muchas transformaciones sociales y económicas de las últimas décadas, que han cambiado al país que ellos conocían o creían conocer. Estados Unidos es hoy menos blanco, menos próspero, más desigual, con mayores tensiones raciales. Estas clases medias ven a Trump con una mezcla de envidia y admiración no sólo por su fortuna personal o por su familia que parece salida de una revista de modas, sino también, sobre todo, por su estilo completamente contrario a la corrección política que a tantos irrita y a la que culpan de muchos de sus males.

En esa misma vía transita Ted Cruz, cuyo mensaje populista y neoconservador tiene una carga religiosa mucho más intensa. A diferencia de Trump y Rubio, que han cambiado sus posiciones y discursos para agradar a la militancia, Cruz es congruente con todo lo que ha dicho y hecho en el pasado, y eso es lo malo: sus posturas radicales en el Senado no solamente irritaron al gobierno de Obama, sino al propio liderazgo de su partido. Su tono guerrero y agresivo coincide con el estado de ánimo de un electorado que está, de un lado y otro, particularmente enojado. Este es el año de los frustrados, de los furibundos, y tanto Trump como Cruz y Sanders les hablan directamente.

Marco Rubio es la última esperanza del establishment republicano. Ya sin Jeb Bush ni Chris Christie en la contienda, el menos radical, el más elegible parecería Rubio, pero sus frecuentes tropiezos y su falta de experiencia le pesarían frente a la casi segura candidatura de Hillary Clinton, que ganará sufridamente a Sanders aunque para ello tenga que correrse significativamente a la izquierda.

Aunque falta mucho todavía, las cosas se van acomodando y desgranando. Lamentablemente, de los cinco precandidatos difícilmente se hace uno aceptable, y el populismo de derecha e izquierda se está imponiendo hasta el momento.

Mientras la bilis domine, la política perderá.

Analita político y comunicador

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