La larga crisis por la que atraviesa España sigue cobrando víctimas. A los millones de desempleados y empobrecidos, a las empresas en quiebra, a los indignados por la debacle económica, política y social de los últimos años se suma ahora la incertidumbre de los resultados electorales del 20 de diciembre.

El 20-D era visto por la mayoría de analistas y encuestadores como una prueba de fuego para los partidos tradicionales, el Popular (PP) y el Socialista (PSOE). El creciente descontento de la ciudadanía que estalló en primera instancia con el espontáneo y amorfo Movimiento de los Indignados dio paso al surgimiento de dos nuevas fuerzas políticas: la izquierdista Podemos y la neoconservadora Ciudadanos. Ambas hicieron del rechazo al establishment su bandera y obtuvieron significativas victorias en recientes elecciones locales y regionales.

Ya con una dosis de poder real en provincias y ayuntamientos, Podemos y Ciudadanos fueron en busca de asestar un golpe mortal al bipartidismo PP-PSOE que tras casi 30 años de turnarse el poder, tiene asfixiada a España. Las elecciones generales del 20-D se convertían así no solo en juicio sumario del gobierno actual de Mariano Rajoy, sino en una especie de referéndum sobre si el modelo actual (y los dos partidos que lo sustentan) debía renovarse, transformarse o de plano tirarse a la basura.

Todo pintaba para que así sucediera: los nuevos chicos del barrio venían con el impulso de la novedad, de la frescura, y con la limpieza que solo da la ausencia de trayectoria pública. Se les veía, y ellos se presentaron así, como la única alternativa a un sistema esclerótico, paralizado por las complicidades del dinero, de los conflictos de interés, del nepotismo, el favoritismo y la obsesión por el poder.

En las democracias maduras y en las que no lo son aún tanto, es común ver la atracción que genera un discurso en contra del poder establecido. Los “independientes”, ya sean Broncos o Trumps, le gustan a un sector creciente de la sociedad que está a disgusto con todo y todos. En un país con desempleo de 21% y un PIB que apenas y mueve la patita tras años de caída libre, esa insatisfacción y hartazgo son no solo comprensibles, sino de esperarse.

Las opciones eran bastante claras: el modelo de reforma económica de Rajoy y el PP, que ha sacado a España de lo peor de la crisis pero no le ha devuelto el empleo ni el crecimiento deseados; el regreso al pasado de mayor gasto público y enfasis en la política social del PSOE; la visión liberal (o neoliberal) de Ciudadanos que plantea profundizar las reformas; o el rotundo rechazo a la austeridad y el coqueteo con opciones como la griega de Podemos.

A España le urgía una sacudida: no sólo por la crisis económica, sino por la profunda crisis ética y moral del bipartidismo. El legado de tres décadas de alternancia entre PP y PSOE ha dejado un tiradero de complicidades y corruptelas, de gasto inútil, de compadrazgo con los grandes capitales y con los mezquinos jefes políticos regionales.

Pero los votantes no se animaron del todo. Si bien le otorgaron un importante numero de escaños a Podemos y sus aliados regionales (y un poco menos a Ciudadanos que quedó relegado al cuarto lugar), apenas y les dará para ser los aliados que le permitan al PP o al PSOE lograr una mayoría en el parlamento. Y eso sólo en caso de que los dos “grandes” no decidan asociarse entre sí para formar una gran coalición del primer y segundo lugar, que tendría amplia y cómoda mayoría y excluiría a los jóvenes rebeldes.

España entra a navegar por los mares desconocidos de las negociaciones y la formación de coaliciones y alianzas. Esa puede ser una buena noticia, siempre y cuando alguien se atreva realmente a intentar cambiar.

Parece poco probable.

Analista político y comunicador
Twitter: @gabrielguerrac
Facebook: Gabriel Guerra Castellanos

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