Pocas veces se dan un cambio de gobierno y una transición tan accidentados como los que se acaban de suceder en Argentina.

Primero en lo electoral. El candidato oficialista Daniel Scioli, favorito para ganar directamente en la primera vuelta, no alcanzó el 45% necesario de votos. Dados los resultados de esa votación, encuestadores y analistas vaticinaron una holgada victoria para Mauricio Macri, el empresario opositor que le daría un mandato para revertir la herencia de doce años de kirchnerismo, si así se le puede llamar a lo que fueron en realidad cuatro de Néstor Kirchner seguidos por la radicalización y el creciente sinsentido de los ocho de su esposa/viuda, Cristina Fernández.

Los pronósticos fueron fallidos: ni Scioli logró ganar la primera vuelta, con todo y el apoyo desmedido del gobierno, ni Macri fue capaz de obtener un margen de triunfo que le diera la legitimidad política (no es lo mismo que la legalidad democrática, que esa sí la obtuvo) y el mandato para hacer un cambio radical de rumbo. Con menos de 3% de diferencia entre ambos candidatos, y con la alianza de Macri, Cambiemos, sin mayoría en el Legislativo, el nuevo presidente tendrá que pisar con cuidado, y no podrá hacer mucho de lo que prometió en campaña.

El periodo de transición en Argentina es venturosamente breve. Si bien hay muchos antecedentes de drama político en estos casos, en el extremo incluso de un presidente saliente (Raúl Alfonsín) que renunció antes de tiempo en medio de una profunda crisis económica, en esta ocasión el proceso pareció más bien salido de una mala telenovela.

Entre dimes y diretes, acusaciones algunas graves y otras verdaderamente triviales, la presidenta saliente y el entrante protagonizaron un agarrón que ensombreció lo que en todo país democrático debería ser una fiesta cívica: la transmisión pacífica y constitucional del poder. Doblemente importante en un país con el triste historial golpista de la Argentina.

Más allá de la miopía de quien no entiende que democracia es ganar o perder a veces, y del descuido en las formas, está el fondo: una confrontación política e ideológica entre dos conceptos y visiones muy diferentes de país, dirimida en las urnas por estrechísimo margen y con un gobierno saliente con una fuerza significativa tanto en el Parlamento como en las gubernaturas provinciales y, cosa que no es menor, en las calles.

Cual futbolista de barrio, Cristina Fernández puso hasta el último minuto obstáculos y trabas para el buen desempeño del gobierno entrante, comprometiendo puestos, nombrando embajadores, decretando pagos de deudas y un dramático aumento del gasto público que ahorcarán el flujo para Macri, además de generar un déficit presupuestal que algunos estiman de 7% del PIB, el mayor desde 1982. Y digo que estiman porque una de las cosas que se han perdido en Argentina es la certidumbre, hasta sobre las cifras oficiales.

El kirchnerismo, si así lo queremos llamar, tuvo grandes logros en materia de política social, reducción de la pobreza, involucramiento de los jóvenes en la vida pública y, especialmente importante, en el enjuiciamiento de muchos responsables de violaciones graves a los derechos humanos durante los tristes años de la dictadura militar.

Es una pena que todo eso, ya de por sí opacado por una mala gestión económica/financiera, se vea ahora minimizado por lo que han sido, sin lugar a dudas, caprichos y berrinches de malos perdedores. No se merece eso Argentina, ni tampoco se lo merece un proyecto que, aunque se desvió de su rumbo original, apuntaba para cosas mucho mejores.

Hoy, una Argentina en plena crisis económica, política y social, tiene muchas cosas de qué preocuparse y por qué llorar. La partida de Cristina no es una de ellas.

Ya estará en Macri, y en los argentinos, sobreponerse.

Analista político y comunicador
Twitter:@gabrielguerrac
Facebook: Gabriel Guerra Castellanos
www.gabrielguerracastellanos.com

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