Conforme aumenta la tensión y crecen los actos de violencia en Israel y los territorios palestinos, se vuelve más importante conocer ambos lados de la historia. Si no podemos tener una perspectiva relativamente balanceada de lo que subyace a uno de los conflictos más añejos de la humanidad, jamás entenderemos lo que ahí está sucediendo, y mucho menos aproximarnos a la búsqueda de una solución.

Cuando comenzó la oleada de ataques con cuchillos y otros objetos punzocortantes hace cosa de tres semanas, comenté en TV y radio, además de en este espacio en EL UNIVERSAL, acerca de la desesperación que deben sentir los jóvenes, algunos preadolescentes, que se abalanzan cuchillo en mano lo mismo contra civiles que contra policías y soldados israelíes. El odio y resentimiento, la sed de venganza por agravios reales e imaginarios, son la gasolina que alimenta este fuego que ya parece eterno en Medio Oriente.

Las reacciones a mis comentarios parecen un espejo de la incomprensión, de la falta de comunicación, de la ausencia total de empatía que caracteriza a las partes en conflicto. Con algunas muy honrosas excepciones, que aprecio y valoro enormemente, he recibido ofensas, denuestos, y, lo peor, graves simplificaciones de lo que el conflicto representa, significa. Leer las respuestas es ver la intolerancia y el rencor en acción.

Lo he dicho y escrito antes: a mí lo que más me preocupa es ver cómo personas inteligentes, aparentemente razonables, son incapaces de ver las cosas desde la perspectiva del otro. En la mayoría de las controversias cada quien tiene un pedazo de razón, un poquito o un mucho de verdad, pero no la tienen toda. Salvo en casos extremos, ni la verdad ni la razón son absolutas, y pocos ejemplos más demostrativos que este diferendo mortífero y cruel.

Por un lado un pueblo y una religión que han sido objeto de persecuciones ignominiosas, execrables. El antisemitismo, el antijudaísmo, no tienen cabida en el mundo moderno, civilizado. Pero confunden, y de eso se aprovechan algunos, las críticas al gobierno de Israel, o a sus políticas, con un ataque a los judíos. Si hubo una época, que amenaza con revivir, en que los gobiernistas mexicanos equiparaban un cuestionamiento al régimen con un agravio a la nación, lo mismo hacen algunos que, creyendo defender a Israel, confunden gobierno y/o partidos con Estado, con pueblo, con nación.

Del otro lado la intolerancia y la discriminación son iguales o peores. Y en algunos casos el antisemitismo o la fobia ignorante tratan de esconderse, de disfrazarse, detrás de una falsa e hipócrita defensa de la causa palestina. Los palestinos son hoy un cómodo pretexto para los demagogos islamistas o para los farsantes aspirantes a neonazis.

Lo cierto es que, por donde lo veamos, en este conflicto ambas partes tienen la razón en lo sustantivo, en lo esencial.

Israel tiene el derecho a ser reconocido y aceptado por todos sus vecinos. El pueblo judío debe tener su patria, hay razones históricas y morales que así lo justifican. La corta visión de algunos de sus políticos no puede ser vista como motivo para negárselo.

Los palestinos tienen también derecho a su propio Estado, a su propio territorio, y por las mismas razones. La torpeza u obcecación de sus líderes no tiene por qué ser un obstáculo para sus legítimas aspiraciones, y el sufrimiento actual de su pueblo debería recordarnos por lo que ambos han tenido que pasar.

Pocos casos como este en que las dos naciones podrían perfectamente verse al espejo para entender las necesidades, la obstinación, la desesperación del otro. Por desgracia, lo único que parecen ver es todo lo malo que tiene su vecino.

Sin conmiseración y empatía, esto sólo podrá empeorar.

Analista político y comunicador.
Twitter: @gabrielguerrac
www.gabrielguerracastellanos.com

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