No hace falta ser adivino para imaginar, a unos minutos de que cierren las casillas, que el vencedor de la elección interna para renovar la dirigencia del PAN será Ricardo Anaya. Obligado al pronóstico por los horarios de entrega de este artículo, y con base en sondeos e información generada a lo largo del domingo, no tengo elementos para dudar que así será. La única duda tiene que ver con su margen de victoria.

Las denuncias de Javier Corral acerca de presuntas irregularidades en el padrón y de acarreo de votantes, confirman mi presentimiento. Y no porque dude yo de los dichos del senador panista, sino porque ese tipo de acusaciones a priori suelen ser el argumento de quien se sabe perdido de antemano. Un candidato competitivo espera los resultados antes de descalificarlos, o de plano no juega si sabe que el piso está tan disparejo que no es factible una contienda justa.

Si como todo parece indicar a estas horas Anaya triunfa cómodamente, abrumadoramente incluso, su primer gran reto será qué hacer con las minorías que por diferentes razones le negaron su voto. Por un lado estarán quienes apoyaron a Corral porque creen en su proyecto o comparten la idea de que el PAN necesita una sacudida desde abajo. Esa “rebelión de las bases” a la que convocó el senador de Chihuahua no se dio, en buena medida por la falta de punch del convocante, pero existe sin duda un número importante de panistas que sienten que su partido requiere de algo mucho más profundo que un mero cambio de dirigencia.

Hay otros que, cercanos en lo político o en lo personal a Felipe Calderón y/o Margarita Zavala, han sido llevados a sentir que tal vez no hay lugar para ellos en la que siempre ha sido su casa, su partido. Los viejos diferendos y agravios entre el ex presidente de la República y el todavía presidente del PAN, Gustavo Madero, han resultado duraderos: a tres años de distancia ni una ni otra parte se ve dispuesta a fumar la pipa de la paz. Y no es que yo sea un romántico o conciliador empedernido, pero una división tan profunda y sentida como esa no es sana para un partido que busca recomponerse, reinventarse, rumbo al 2018.

No todo será restañar heridas y tender puentes. Ricardo Anaya tendrá que hacerle frente al creciente malestar y escepticismo por los escándalos de corrupción que han sacudido a Acción Nacional en tiempos recientes. Llámense moches, fiestas o presas particulares, el PAN se ha visto envuelto en una crisis tras otra en el que era antaño “su” territorio, el de la transparencia y la honestidad. Si no logra marcar su raya frente a esas conductas, su liderazgo se verá cuestionado desde el arranque.

Dejé para el final de este texto el mayor desafío para Anaya, uno en el que tendrá que definir, para el mediano y largo plazo, su visión para Acción Nacional. Paradójicamente, la conquista de la Presidencia de la República terminó siendo la maldición proverbial para el PAN: un sueño largamente acariciado que mostró que no todo se resuelve con la alternancia, y que el ejercicio del poder está lleno de contradicciones. Fiel a sus orígenes de partido opositor, al PAN le costó trabajo asumirse partido en el poder, y fue con frecuencia duro rival de sus propios gobernantes.

Ahora, el partido que simbolizó el apego a las clases medias, a la democracia cristiana, al quehacer político sensato y la honestidad, tiene que escoger su nuevo camino: ser oposición férrea, a ultranza, fundamentalista. O ser un partido pragmático que sepa cuándo pactar y negociar, y cuándo oponerse frontalmente, pensando no en la coyuntura sino en sus principios, en su futuro y en el del país.

Ricardo Anaya proyecta una imagen joven, fresca, diferente. Le toca demostrar si tiene también la sustancia para hacer cambiar a su partido.

Analista político y comunicador.
@gabrielguerrac

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