El próximo domingo, queridos lectores, lectoras, llegará a su fin una de las temporadas electorales más lamentables de las que tenga memoria. Trampas, chicanas, manipulaciones y tretas sucias han sido la orden del día, y no hay partido o candidato exento de al menos algún pecadillo o falta menor. Y esos son los buenos.

Los malos compran o tratan de comprar votos, graban y difunden conversaciones privadas, exceden los límites de gasto de campaña. Regalan despensas, prometen lo incumplible, se disfrazan de lo que no son y ocultan lo que sí son. Usan argumentos que ni entienden ni creen, critican y denostan lo que ellos mismos hacen, y ven cotidianamente la paja en el ojo ajeno, mientras ignoran la viga en el propio. Hay por supuesto honrosas excepciones, mismas que sirven sólo para confirmar la regla.

Eso, los candidatos. De los partidos mejor ni hablar, salvo porque no podemos quedarnos callados ante tanto abuso, tanto exceso, tanta hipocresía. Hubo un tiempo, antes de la alternancia, en que todas las culpas se las cargábamos a uno solo, al PRI, y las virtudes se las atribuíamos o se las imaginábamos a los opositores. Llegó la alternancia y con ella la profunda desilusión de ver que en el fondo, una vez en el poder, todos se parecen mucho. La competencia política acabó con los monopolios, pero tristemente para los mexicanos no sólo con el del poder, sino también con el de la corrupción, de la ineficiencia, del nepotismo, de todos los males que creíamos atribuibles a un solo partido y que hoy descubrimos comunes a todos. La democratización de nuestros defectos, como un espejo de la casa de los sustos que nos enseña lo horribles que podríamos ser, con la triste diferencia de que nos muestra, como país, como sociedad, de cuerpo entero.

De 2000 para acá nos dimos cuenta de que no todas las faltas y carencias son atribuibles a un solo partido, y de que la alternancia por sí sola no puede ser garantía de mejores gobiernos. También confirmamos, tristemente, que en lo esencial todos son iguales una vez que llegan al poder.

En 2015 hubo un partido que demostró, parafraseando el viejo chiste, que todos son iguales salvo uno, que es peor. Y ese es el Partido Verde Ecologista de México, que no conforme con violar todas las reglas, se regodea en sus faltas, ignora descaradamente a la autoridad y, lo más deplorable, se sale una y otra vez con la suya. La más clara prueba de ello es ver al INE recular en un castigo que de por sí parecía una sanción demasiado leve: los días sin spots se redujeron a uno. El chiste se cuenta solo.

Frente a ese deprimente escenario, crece una corriente de opinión que llama no a abstenerse, sino a anular el voto. El argumento, que entiendo mas no comparto, es que así los partidos y sus candidatos, el gobierno, las instituciones electorales, se darán cuenta del nivel de rechazo ciudadano, del profundo desprecio de los votantes a un sistema que les ha dejado este nivel de competencia de porquería.

Yo discrepo. En primer lugar porque el argumento parte de la premisa de que los actores políticos tienen sentido y conciencia autocríticos. En segundo porque, no obstante el bajo nivel de la contienda, el voto sirve para recompensar o para castigar, para diferenciar y para hacer una diferencia.

Los verdaderos beneficiarios del voto nulo, o anulado, son los partidos y candidatos que ganarán, en sus respectivas contiendas, gracias a él. Y yo no creo que mi delegación, o el municipio o el estado de alguien más, se merezca que ganen los de siempre gracias a la anulación.

No hay contienda en la que no valga la pena más votar a favor o en contra de alguno de los postulados. El voto nulo sólo permitirá que se imponga el corporativismo, el acarreo y la manipulación, del partido que sea...

Analista político y comunicador.
Twitter: @gabrielguerrac
www.gabrielguerracastellanos.com

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