Corría el año de 1982 y Alemania, como pocas naciones, simbolizaba todo aquello que aquejaba a Europa. La Cortina de Hierro no era una figura retórica, sino una odiosa, agresiva estructura que con metal, concreto y alambre de púas dividía a un país, una ciudad, un continente. Y al mundo entero.

Eran los años grises de la Guerra Fría, en que la Unión Soviética y Estados Unidos de América nos tenían con los pelos de punta con sus arsenales nucleares, su retórica imperialista y sus guerras por interposita persona alrededor del mundo. Tanto Moscú como Washington vivían dominados por la ortodoxia y la rigidez ideológicas, por la carrera armamentista, por la cultura del temor (y la perversa tranquilidad) de la Mutual Assured Destruction.

A pesar de (o tal vez debido a) su posición en las trincheras de la Guerra Fría, Alemania prosperó en lo económico, en lo social y en lo político. El milagro alemán de la posguerra mundial se prolongó y colocó a la nación derrotada y dividida como un dique no sólo a la expansión soviética sino a la sinrazón armamentista. Willy Brandt primero y Helmut Schmidt después fueron iconos de la socialdemocracia europea y de la estabilidad europea en los años 60 y 70.

Y justo cuando Schmidt y su partido vivían uno de sus mejores momentos, un golpe palaciego resultó en un cambio en la coalición gobernante, en la caída de Schmidt y en la llegada de un desconocido al poder, al que sólo se le reconocía por su estatura física. Helmut Kohl nunca había sobresalido y a su llegada a la Cancillería alemana no cambió su estilo. Mal orador, poco carismático, decepcionó de entrada lo mismo a los muy conservadores (que esperaban un retorno a la derecha cristiana de Adenauer) que a los progresistas, que veían con temor el desmantelamiento del Estado responsable con lo social y con el mercado.

Ni una ni la otra. Kohl navegó por el centro, una figura gris que le hacía el día a caricaturistas y humoristas políticos, que ni entusiasmaba ni ofendía, que no encendía pasiones y que era siempre menospreciado por colegas y rivales. Hasta que un día, de la nada, Mijail Gorbachov inició en la URSS un proceso de reformas y apertura cuyos alcances nadie fue capaz de imaginar. El colapso del bloque socialista alcanzó a Alemania Oriental como un torbellino y no fueron ni los dirigentes ni los partidos ni los gobernantes, sino los ciudadanos en las calles que derribaron el la Cortina de Hierro y abrieron el Muro de Berlín.

Todo eso le cayó al mundo entero como sorpresa, y a Alemania como enorme reto. Y fue ahí donde el grandulón, el gigante menospreciado, demostró su verdadero tamaño. Helmut Kohl supo reaccionar ante lo inesperado con la sobriedad y la madurez de un estadista. En lo político, en lo social, en lo económico y financiero, pero sobre todo en lo humano, fue guía y conductor, fue el abuelo y el hermano que necesitaban las dos Alemanias para buscar su nueva identidad común.

Los grandes hombres y mujeres no se muestran desde la cuna, sino ante los grandes retos. Helmut Kohl, hasta entonces siempre subestimado, estuvo a la altura de las circunstancias. Como tantos otras figuras sobrehumanas, no supo retirarse a tiempo y eventualmente fue alcanzado por el escándalo, y la gris nube de la sospecha nunca se alejó de él.

La Alemania moderna, la Europa del siglo XXI, no se imaginan sin la aportación fundamental del Helmut Kohl. Hoy, demasiado tarde, se reconoce su estatura.

Analista político y comunicador
Twitter: @gabrielguerrac
Facebook: Gabriel Guerra Castellanos

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses