No hay ley, en ninguna república, que por mala que sea haya de ser conculcada como vía para la superación de un pretendido mal. Las leyes de la República mexicana adolecen de muchos defectos y su frágil democracia está en serias dificultades para superar, por sí misma, las graves condiciones a las que la someten la corrupción, la delincuencia y el crimen organizado. En estas circunstancias muchos peligros acechan. Uno de ellos es la tentación de colocarse por encima de la ley. Esto sólo es válido cuando se justifica la desobediencia civil, y no estamos en ese supuesto.

Típico del populismo es mandar al diablo las instituciones jurídicas y políticas que dan impersonalidad a la acción del Estado para personalizarlas en un líder que las altera a voluntad en nombre del “pueblo”. Hay otras modalidades. Grupos de la población también lo hacen cuando la República ha fallado en procurar el bienestar o el control de los suyos y la desobediencia se transforma en crimen: narcos, huachicoleros y gobernantes corruptos, entre otros.

En situaciones así florecen los mesías. Fue el caso de Venezuela cuando ascendió Hugo Chávez al poder. La clase política se había descompuesto profundamente hasta perder por completo la credibilidad pública. Chávez puso fin a esa descomposición para continuarla por otra vía. Impuso una constitución que naturalizó el populismo y construyó una “alianza bolivariana” que ha dado sus más esmerados resultados en el hambre de la población, la supresión de la oposición y, finalmente, un golpe contra la Asamblea Nacional democráticamente electa, cuyo pecado capital es ser de mayoría opositora y reclamar el balance democrático del poder. El siguiente paso a dar por Maduro, su heredero, será la imposición de una nueva constitución que “legitimará” su mandato eterno y la sumatoria de todo poder en él mismo.

Por encima de la ley y la república democrática para “salvar” a la patria, regenerarla mesiánicamente conduciéndola hacia el atraso más duradero posible donde el pueblo entregue su libertad al líder a cambio de migajas y de la destrucción de la democracia con sus derechos de expresión, organización y representación plural. Es también el caso de nuestro vecino del Norte con su actual gobierno, aunque en una versión en que las instituciones no han sido destruidas, y están bajo una dura prueba.

En su paroxismo, el populismo denuncia a la verdad como enemiga. Sea la verdad científica o la deliberación originada en el juicio de la gente sobre el gobierno. Con la primera negación se ataca una de las actividades más elevadas de la humanidad: el ejercicio de la razón en el conocimiento de la naturaleza y la sociedad. Con la segunda se niega y hasta se suprime la política como ejercicio de entendimiento colectivo sobre el destino de lo público que da vida a la democracia

El populismo que pretende situarse por encima de la ley y personalizar el poder político expropiándolo de la sociedad no es un fenómeno que trasciende los defectos de la democracia representativa ni las fallas del Estado. Es una de sus consecuencias. Es la fase superior de la descomposición y la decadencia política; la antesala de crisis aún mayores y del desplome de un orden público medianamente aceptable.

Es imprescindible que la izquierda democrática se comprometa con la democracia representativa y se aleje del espejismo populista. La política democrática es impersonal, deliberativa y representativa. No admite un solo “proyecto de nación” sino tantos como las personas quieran. Eso sí, exige el cumplimiento de mínimos de bienestar y el correctivo de políticas e instituciones que los niegan al imponer un solo proyecto económico, el que proviene del marginalismo, teoría que al hacerse política exclusiva ha creado las bases de las que se nutre el populismo.

Director de Flacso en México.
@ pacovaldesu

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