Mientras que en México el secretario de la Defensa da cuenta del desgaste que han sufrido nuestras Fuerzas Armadas en diez años de guerra contra el narco, en Estados Unidos ya van 27 estados que legalizan el consumo de la marihuana. El general Cienfuegos demanda la promulgación de leyes que amparen el trabajo que realizan nuestros militares en contra del tráfico de estupefacientes. Sin embargo, la medida de verdadero fondo sería que México suspenda a la brevedad esta guerra tan costosa y prolongada.

Resulta absurdo que México invierta patrimonio y vidas en la erradicación de una cosecha que tiene como destino principal a Estados Unidos, cuando en la mayoría de sus entidades ya es legal. En los estados donde se ha legalizado la marihuana, sea para fines medicinales, recreativos o ambos, cada usuario puede portar hasta 10 onzas de la hierba y mantener seis matas para su consumo personal. Esas porciones son más que suficientes para cubrir el consumo individual promedio de los estadounidenses. Con ello, la demanda y el precio de la marihuana producida en México deberán desplomarse, hasta desaparecer completamente con el tiempo.

Con la llegada de Donald Trump al poder, el momento sería muy apropiado para ponerle fin a una guerra que prácticamente no nos corresponde. Las preocupaciones propias de México son los efectos que pueden tener las drogas sobre la salud pública y ponerle punto final a una escalada de violencia que en diez años no ha cedido. Si el lema central del presidente electo de Estados Unidos es “America First”, no deberá extrañarle que los mexicanos hagamos eco de sus posturas y digamos “Primero México”.

Más aun, Trump ha dicho que la erección de un muro en la línea fronteriza detendrá a los migrantes, pero también a las drogas. Dejemos que el famoso muro cumpla su función. Salvo la marihuana, México no es un productor ni un consumidor significativo de enervantes. La violencia que resentimos en nuestro país es producto esencialmente de la pugna entre bandas del crimen organizado por abastecer al mercado estadounidenses, no al consumidor nacional. De ahí que los sitios más azotados por esas rivalidades y esa violencia se encuentren invariablemente en el norte del país, en Tamaulipas y en Chihuahua, en Sinaloa y en Baja California.

Mientras se discuten las leyes que ha demandado la Secretaría de la Defensa, resultaría interesante analizar qué pasaría en México si los esfuerzos nacionales de seguridad se concentraran exclusivamente en combatir el secuestro, la extorsión, el lavado de dinero, el contrabando y los asaltos. Estos son los delitos que en realidad preocupan y afectan a los mexicanos. Si llegan a Estados Unidos más o menos cargamentos de cocaína o de metanfetaminas, no es una prioridad para nosotros. Dejemos que ese país cumpla con sus responsabilidades y empiece a desmantelar bandas de narcotraficantes en Florida, Nevada o Massachusetts.

Si a Estados Unidos le resulta importante que México se esfuerce por detener las drogas que transitan por nuestro territorio desde Sudamérica, nuestro país puede y debe exigir un trato de auténticos aliados. De cara a la nueva administración estadounidense, resulta absolutamente impensable que nuestro comercio y nuestros migrantes sean presentados como un cáncer para ese país, pero al mismo tiempo hagamos una tarea de interdicción de drogas que les interesa mucho más a ellos que a nosotros.

Igual que Trump ha prometido que en atención a su interés nacional impedirá el traslado de inversiones y plantas productivas a México, nuestro país tiene toda la autoridad y los argumentos para reorientar sus recursos de seguridad y defensa hacia los crímenes que nos lastiman más y que hacen más daño a nuestra sociedad. El respeto a la droga ajena pudiera traernos la paz.

Internacionalista

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