Ser entrenador de la selección mexicana de futbol tiene que ser uno de los trabajos más complejos que ofrece el país. Una especie de charlatán profesional, el principal trabajo del entrenador es administrar las falsas ilusiones de millones de mexicanos. En ese sentido se contrapone al trabajo de presidente. Desde hace varios sexenios ser Presidente de la República es en sí un desprestigio. Nadie espera nada del presidente. Cuando una señora le pidió a Vicente Fox ayuda para reconstruir su casa, el entonces presidente contestó "¿y yo por qué?" Ni los presidentes creen en sí mismos. El director técnico de la selección es el caso opuesto. De la escasez soñamos que brote por milagro la abundancia. No importa que tan malos seamos, siempre esperamos el triunfo.

De tal suerte que el director técnico de la selección mexicana opera como una especie de psicólogo del país. El chamán que conducirá a la tribu a la guerra. Dispuesto siempre al gran sacrificio, la gran inmolación: El de poner su nombre y honor a merced de los suyos. Aunque él no tenga la culpa, el entrenador siempre debe sacrificarse por el pueblo cuando se necesite un chivo expiatorio. Es parte del contrato implícito de todo entrenador. En un país en el que el Presidente y los gobernadores son inamovibles, hemos desarrollado mecanismos alternos para canalizar esa frustración colectiva: Correr entrenadores. La selección mexicana no es una institución pública, ni democrática, pero en los últimos doce años han caído muchos más técnicos que malos políticos. Al menos en el fútbol si se rinden cuentas.

En una nación futbolera ser entrenador de la selección es cargar la responsabilidad de la esperanza colectiva. La selección es uno de los raros símbolos que logran crear unidad y consenso en un país fuertemente polarizado. Cuando la selección juega, los mexicanos se unen y los índices de criminalidad bajan. Abusar de esa figura no sólo rompe leyes y cánones de ética sino un código implícito que existe entre el director de la orquesta y el público. El líder de la tribu debe representarnos a todos; a cambio de delegar en él esa representatividad, el líder sacrifica su ser individual. Cuando un jugador se pone la camisa de su selección no sólo se representa a sí mismo sino a su país. Al volverse director de la selección mexicana Miguel Herrera se puso una camisa que si bien es verde, debe ser siempre neutral.

Pocas decisiones pueden ser tan reprochables como romper ese código de confianza. El día de las elecciones Miguel Herrera se unió a un grupo nutrido de personalidades que declararon su apoyo por un partido político a través de twitter. Que haya sido el Partido Verde no debe sorprender a nadie. El Verde es una máquina millonaria de chantaje, corrupción y engaño, un bully social cuyas víctimas son los millones de mexicanos que pagan impuestos. Pero cooptar al director de la selección mexicana fue el golpe maestro de su cinismo, una burla y una afrenta a los mexicanos. Peor aún es que Herrera se haya prestado como cómplice. En ocasiones más gloriosas, personajes de mayor reputación han roto ese código de confianza para apoyar una causa social o denunciar un acto de corrupción. No es ninguna obligación hacerlo, pero si alguien va a romper el pacto se esperaría que al menos lo hiciera por una causa loable, no por venderse a un partido que se burla sistemáticamente de los mexicanos.

Como cualquier ciudadano Herrera tiene derecho a pensar y expresar lo que quiera, pero hacerlo públicamente tiene un costo social importante. Sobre todo considerando que la razón por la que 1.82 millones de personas siguen a Herrera en twitter, no es por sus gracias personales, sino porque, como dice su perfil, es el entrenador de la selección mexicana de futbol. Hace unos años Miguel Herrera era uno de los entrenadores más emocionantes del futbol mexicano. Un tipo sencillo y apasionado que profesaba un futbol vistoso. Desde su llegada al América, ese Miguel Herrera ha ido desapareciendo. Su relación con los poderes fácticos del futbol y la luz de los reflectores lo han transformando.

Herrera se ha vuelto acomplejado y vanidoso. Pasa demasiado tiempo promocionando marcas y causas ajenas al futbol y eso lo ha hecho perder humildad y brújula. Hace unos días un periodista lo increpó sobre sus declaraciones a favor del Partido Verde. En respuesta, el Piojo lo regaño, recordando que su labor era la de hacer periodismos deportivo, no social. Alguien tendría que recordarle al Piojo que su rol es ser entrenador de la Selección Mexicana de Futbol, no promotor de campañas políticas. Finalmente serán los resultados futbolísticos los que hablen por él, pero este error ha roto el encantamiento entre el chamán y su tribu, ahora cualquier tropezón puede convertirse en una debacle.

@emiliolezama

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