Un entusiasmo desmedido ha inundado al gobierno mexicano. A eso de las doce del día el presidente Peña Nieto anunció la recaptura de Joaquín Guzmán con la algarabía de quien ha logrado un hito que no creía posible. El asunto no es menor: el gobierno ha hecho un trabajo exhaustivo para lograr la recaptura de este criminal: sobre todo si se considera que para lograr recapturar a alguien primero hay que dejarlo escapar. En ese sentido el triunfalismo presidencial carga una fuerte dosis de cinismo. Nadie duda de la importancia de atrapar a los criminales, pero debe haber un límite al número de veces que se puede festejar el mismo triunfo. En ese sentido Peña Nieto ha roto paradigmas; se ha beneficiado dos veces de la captura de un mismo narcotraficante. El Presidente está a una sola recaptura del Chapo de poder presumir tres logros en su sexenio.

En su breve discurso en Palacio Nacional, el presidente Peña Nieto habló de manera escueta y autocongrulatoria. No especificó detalles de la operación de captura ni adelantó decisiones sobre el futuro que le depara al narcotraficante. En una de esas raras ocasiones en la que un presidente de México es el centro de atención mundial, Peña Nieto mostró el discurso anacrónico, rígido y acartonado que tanto lo ha caracterizado. En lugar de aprovechar la oportunidad para dar un mensaje trascendente sobre la lucha contra el narcotráfico y dirigirse también al público y gobierno estadounidenses sobre la responsabilidad compartida de la lucha, Peña Nieto lanzó un comunicado tímido y vacío. Acostumbrada al carisma del presidente Obama, la televisión americana no supo qué hacer con un discurso que no dijo nada: ante la confusión, mejor se fueron a corte. Aun en su momento de brillo, el presidente de México se mostró opaco.

Esta fue una oportunidad desperdiciada; una nueva constatación de esa visión cortoplacista y superficial de la política mexicana. La recaptura del Chapo no era el momento para autocongratulaciones, ni para refrendar el dudoso prestigio de las instituciones gubernamentales. Era un momento para aceptar los errores y asumir ante el mundo un liderazgo en el combate responsable al crimen organizado. Era la oportunidad de revertir una narrativa que se ha vuelto un lastre para el país: ante la imagen internacional de un país azotado por el crimen, transponer la imagen de un país que encabeza una lucha internacional contra él. En su lugar se privilegió la forma sin fondo: un discurso más que quedará perdido en los anales de la intrascendencia política.

Pero el discurso reveló mucho sobre cómo funciona el gobierno mexicano. En él, Peña Nieto señaló que las “instituciones han demostrado una vez más que los ciudadanos pueden confiar en ellas, que nuestras instituciones están a la altura, que tienen la fortaleza y determinación para cumplir cualquier misión que les sea encomendada”. De manera implícita el Presidente hacía un mea culpa. Si las instituciones están en capacidad de cumplir toda misión que les sea encomendada, entonces queda claro que este gobierno no les ha encomendado muchas misiones.

Hace unos días el New York Times acusó a Peña Nieto de no haber rendido cuentas en los tres escándalos de corrupción que han sido la insignia de su gobierno: Ayotzinapa, la casa blanca y la fuga del Chapo. La respuesta de Peña Nieto ha sido la captura del Chapo; pero la omisión en este caso revela más que la acción. Si nuestras instituciones pueden resolver misiones cuando se les encomienda, ¿por qué no han resuelto los otros dos casos? La recaptura de un criminal fugado es el equivalente policiaco a enmendar un error. ¿Por qué no hacer lo mismo con las investigaciones de Ayotzinapa y la casa blanca? En ese sentido, la recaptura del Chapo Guzmán no es un triunfo del gobierno sino una demostración de sus fracasos: su ”victoria” actual no sería posible sin la acumulación de sus derrotas anteriores.

Analista. @emiliolezama www.emiliolezama.com

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