En 1970, tras los acontecimientos en la Universidad de Kent, donde cuatro alumnos fueron asesinados por el ejército, el cantautor canadiense Neil Young compuso una de las canciones de protesta más memorables de la época. La denuncia de Young contra Nixon y el ejército es dura, pero el momento más imponente de la canción ocurre cuando Young desvía su crítica hacia el público: “¿Y si fuera tu conocida y la encontrarás muerta en el piso? ¿Cómo puedes escapar cuando sabes?” Ante la frívola reacción de una parte importante de la sociedad americana, Young lanzó un grito de denuncia. ¿Cómo sería si hubiera sido alguien que tú conocías? ¿En qué momento perdimos nuestra capacidad de empatía?

Un concepto que ha sido frecuentemente utilizado en el periodismo estadounidense es el de “afganistanismo”. En su acepción original, el fenómeno del aganistanismo ocurría cuando el público percibía ciertas noticias como demasiado lejanas para poder relacionarse con ellas.  Algo de ese fenómeno ha estado presente en el caso de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa. Una displicencia que no es tanto geográfica como social. Iguala se encuentra a unas horas  de Acapulco, pero a muchos mundos de la Zona Diamante. La vida rural, pobre e ideológicamente activa de estos jóvenes, es percibida como remota y amenazante por la sociedad urbana. La reacción es casi defensiva: se construyen estigmas alrededor de lo jóvenes desaparecidos.

Estos estigmas y prejuicios crean barreras de separación que nos ayudan a construir un falso sentimiento de tranquilidad. Al distinguirnos de “ellos” sentimos que nos aislamos de la posibilidad de que algo así pudiera sucedernos. Este aislamiento retórico fue promovido por aquella perversa insignia del calderonismo: En México, sólo los malos caen. Es esta filosofía la que ha llevado a la criminalización de las víctimas. Detrás de ella no hay anhelo de justicia, sino un afán de proteger nuestra zona de confort. Buscamos una justificación a su tragedia que nos exima de un futuro parecido.

Esta justificación es un intento desesperado por perpetuar una ilusión insostenible en el contexto actual: La ilusión de que la violencia sólo afecta a “los otros”. Cuando el calderonismo promovió la idea de que los “malos sólo se matan entre si” su intención era clara: excusar la incapacidad de las autoridades de impedir la violencia o en su defecto investigar y esclarecerla. El presidente que llegó “con las manos limpias” salió de la misma manera: “habiéndose lavado las manos de todo”.

Pero si la retórica del sexenio pasado fomentó el “afganistanismo”, la de esta administración lo vuelve insostenible. El calderonismo promovió la construcción de una distancia retórica entre nosotros y las víctimas, el peñanietismo ha favorecido una segregación basada en la impunidad. Las elites políticas y económicas viven en estado de excepción judicial. En teoría esto debería unirnos. Hace unos días en su reunión con los padres de Ayotzinapa, el presidente Peña Nieto les expresó que “estaba de su lado.” El gesto fue agradable pero improbable. El presidente y su gabinete habitan ese universo supra-legal que los dota de absoluta impunidad. Si el calderonismo echó la culpa de la violencia a “los malos”, el mensaje implícito de la actual administración es que los culpables pueden ser cualquiera menos ellos. De Tlatlaya a Ayotzinapa, de la Casa Blanca a la Narvarte esa es la moraleja que nos ha dejado este sexenio. Ante este mensaje la opción de tomar partido ha quedado enterrada. Nuestra posición está predeterminada.

La paradoja es que la nueva narrativa acaba necesariamente por acercar los mundos de quienes en otras circunstancias se alejarían. Eso es lo que no hemos entendido. Lo sucedido en Ayotzinapa es una versión más macabra de un fenómeno generalizado en el país. Crear barreras entre nuestro mundo y el de estos jóvenes es absurdo y masoquista. Hoy son ellos, mañana podría ser cualquiera de nosotros. Si como estudiantes de una escuela rural era quizás posible considerarlos ajenos a nuestro entorno, como víctimas de la violencia exacerbada ya no.

Al convertirse en víctimas de la violencia, los estudiantes se volvieron parte de un mundo que no distingue clases sociales o ideologías políticas: el del agraviado por la impunidad del poder. Los lamentables casos de Fernando Martí y Juan Francisco Sicilia lo comprueban. Las autoridades nunca están en el mismo lado que las víctimas porque viven de un sistema corrupto y la corrupción es inherentemente incompatible con la justicia.

En ese contexto nuestra capacidad de empatía no es sólo una cuestión de simple solidaridad o simpatía, sino de supervivencia. En México cualquiera puede ser victima, pero no cualquiera puede ser culpable.  ¿Si creyéramos que nos pudiera pasar a nosotros nos atreveríamos a distanciarnos de lo sucedido en Iguala? ¿Cómo escapar cuando ya lo sabemos?

Director de Los hijos de la Malinche
www.loshijosdelamalinche.com

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