Donald Trump es desde ayer presidente constitucional de Estados Unidos. Y tras refrendar en su discurso de toma de protesta que emprenderá políticas proteccionistas e insistir en que hará que “América sea grande de nuevo” (en alusión solo a Estados Unidos), tal como hiciera incansablemente en campaña, la posición del gobierno de México ante lo que se vislumbra como el mayor reto diplomático en décadas deberá ser clara y firme, en igualdad de condiciones y sin caer en la bravuconería del vecino. Todo un reto de equilibrio para el nuevo canciller, Luis Videgaray.

No hay más tiempo que perder, ya no hay duda del rumbo que seguirá el nuevo presidente de EU respecto a México en términos económicos, comerciales y migratorios. Por ello, ya debería estar definida —y en implementación— la política a seguir por nuestro gobierno. Y vaya que hay propuestas. Ayer, en el foro Retos para México en la era de Donald Trump, organizado por esta casa editorial, se concluyó que lo más importante ahora es dejar la incertidumbre, antes de averiguar la profundidad de las amenazas del ahora presidente. Los ponentes —Enrique Berruga, Luis Ernesto Derbez, Sergio Alcocer, Paola Rojas y Phil Mendelson— coincidieron en la necesidad de establecer múltiples vías de diálogo entre países, no sólo con la propia Casa Blanca, sino también con los varios niveles de gobierno en Estados Unidos y con las organizaciones de la sociedad civil allá. Contrario a la tradición vertical a la que estamos acostumbrados en México, el vecino del norte tiene contrapesos a sus poderes formales más robustos y variados. Este es el momento de aprovecharlos.

Hará falta también una campaña de información en México y en Estados Unidos sobre la importancia de la relación bilateral y la realidad de los beneficios que trae para toda Norteamérica. La integración regional implica una atención más completa en los problemas de la migración, el comercio y la seguridad. En ambos países debe darse a conocer lo profundos que ya son los lazos construidos a través de décadas de relación a lo largo de los 3 mil kilómetros de frontera.

Hay dos rutas en el horizonte: emprender una política de “espejo” en la que se repliquen en sentido contrario todo tipo de agravios que imponga Washington (lo cual, llevado al extremo no convendrá en el largo plazo a ninguna de las dos partes). O, en sentido opuesto, ante las embestidas del presidente estadounidense buscar siempre la conciliación aun a costa de los intereses nacionales (algo que, aplicado sin matices nos llevaría a perder la dignidad).

Lo mejor sería encontrar un punto intermedio, uno que privilegie el diálogo sin olvidar que México es un país grande con el que Estados Unidos necesita llevarse bien. La baraja de opciones es amplia; lo único inaceptable sería una postura indecisa y tímida ante un problema inminente.

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