Enfrascados en una compleja construcción de medidas legislativas para regular la actuación política, se ha sancionado una serie de disposiciones jurídicas que imponen como obligación a los servidores públicos y políticos de la Ciudad a declarar públicamente todos sus bienes, sus relaciones y sus gastos. La medida, sin lugar a dudas, es encomiable cuando se trata de regular el ámbito político. Sin embargo, hay ámbitos dentro de las estructuras de los Estados de derecho que no corresponden a esa categoría. Este ámbito ha sido, por excelencia, el ámbito de la Judicatura.

Se acepta como correcto que los dos atributos más importantes de un Poder Judicial son su independencia y su autonomía. La independencia, como todos sabemos, se refiere a la ausencia de intromisiones por parte de otros poderes. Es decir, que los jueces no estén sometidos al Poder Ejecutivo ni al Legislativo. En pocas palabras, lo que sugiere el principio de independencia judicial es que los jueces no estén al servicio de la política. Que no se politice la jurisdicción.

La autonomía, en cambio, se refiere a la capacidad de decisión de cada juez; en su más estricta individualidad. La autonomía se garantiza cuando los jueces no sufren intromisiones externas que logren vulnerar su capacidad y facultad de decisión libre. La autonomía es una de las cualidades más relevantes de la decisión judicial. Si un juez se siente amenazado, vulnerado o presionado para tomar una decisión, este juez no tomará una decisión que considere él mismo como correcta. Será una decisión sesgada, miedosa y timorata. La justicia, en ese caso, no será el resultado. El resultado será la imposición de alguna forma de poder externo.

Defender la privacidad de las vidas de los jueces es proteger su individualidad. Es proteger su capacidad para decidir libremente sin presiones de ningún tipo. Por ello, los jueces, dentro de un Estado de derecho, no pertenecen al ámbito de la política. No son políticos ni son, en estricto sentido del término, servidores públicos. Son funcionarios dedicados al cuidado de la justicia capitalina; funcionarios que deben procurar, a toda costa, alejarse de las negociaciones políticas y de las intromisiones externas. Esta clase de poder puede ser ejercido desde los otros poderes del Estado, desde los medios de comunicación o desde la sociedad en general. No obstante, lo cierto es que una justicia sesgada por miedo, no es justicia.

No son pocos los ejemplos que se pueden dar de amenazas directas, llamadas telefónicas obscenas e intimidatorias, de mensajes escritos y amedrentaciones físicas que sufren los jueces capitalinos día con día. Todas con un solo propósito y con un único destino, mellar en la autonomía judicial, guiar la decisión de los jueces y, al fin y al cabo, salirse con la suya. Mayor corrupción que esa no hay.

Si obligamos a que los jueces hagan del dominio público sus domicilios, sus cuentas bancarias, sus relaciones de amistad y de familia, lo que estamos poniendo en peligro es la justicia capitalina. Por contrarrestar un problema político, estamos afectando el único bastión de lucha: la justicia que se imparte en los tribunales. Golpear la independencia y la autonomía judicial no es luchar en contra de la corrupción ni en contra de los abusos, es acabar con el Estado de derecho.

Magistrado presidente del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de México

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