La llamada guerra de Bosnia, a fines del siglo pasado, desencadenó una serie de atrocidades que fueron debidamente castigadas en los tribunales europeos. Algunos de esos crímenes fueron auténticos genocidios, en el sentido legal y desde el punto de vista humanitario. Hace más de medio siglo, en 1965, en Indonesia, hubo un genocidio semejante, o algo aun peor: los asesinatos masivos de cientos de miles de indonesios y chinos que fueron exterminados a raíz del derrocamiento, por un golpe militar, del presidente Sukarno. Parece un poco insensato poner esos hechos históricos uno al lado del otro; pero no lo es, como trataré de explicar a continuación.

Los principales criminales de guerra en la antigua Yugoslavia fueron procesados, juzgados y sentenciados. Qué bueno que así haya sido. En Indonesia, en cambio, después de medio siglo, los torturadores y los asesinos de más de medio millón de “comunistas” siguen impunes: nadie les ha tocado un pelo y son una colección infame de celebridades locales.

Sería inconcebible que algo así sucediera en un país del occidente civilizado; poco importa, por lo visto, que suceda o que haya ocurrido en unas islas perdidas del Océano Pacífico. El genocidio indonesio no nada más, no ha sido castigado sino que es, hoy, una prenda de orgullo para sus perpetradores, muchos de los cuales siguen vivos, en un limbo de senectud impune que produce asombro.

Allá arriba puse la palabra comunistas entre comillas; se debe al hecho de que las masacres en esas islas del Pacífico fueron consumadas contra poblaciones enteras con el pretexto de que eran eso, “comunistas”, y simple y sencillamente no lo eran —si lo hubieran sido, ¿ser comunista merece ese trato? Al parecer los comunistas militantes y organizados en un partido legal hasta 1965 fueron liquidados en cuestión de días o semanas, después del golpe a Sukarno; lo que siguió fue un frenesí homicida, o mejor dicho: genocida.

Si uno se asoma a esa tragedia histórica se queda estupefacto. Pero si ve y escucha a los verdugos de aquellos hechos ya no sabe qué pensar. Por enésima vez en la vida exclama “¡cómo es posible!”, para solamente decirse a continuación: “Los seres humanos somos una calamidad”. Ver y escuchar a esos individuos incalificables es precisamente lo que ocurre cuando uno se enfrenta a los dos documentales de Joshua Oppenheimer sobre Indonesia: The Act of Killing (2012) y The Look of Silence (2014).

Los productores de las dos películas —una sola para mí, pues las vi juntas, en un solo bloque— son Werner Herzog y el genial Errol Morris. Son padrinos extraordinarios de Oppenheimer. Y este ha sido capaz de honrar ese padrinazgo.

Es difícil escribir sobre este par de documentales. Son el tipo de películas que le dan su pleno sentido a la experiencia cinematográfica. Son formidables: llenas de sentido, repletas de imágenes y voces tristemente memorables, hasta obsesionantes, diría yo.

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