El padre de la Cibernética, Norbert Wiener, sentenció que nuestros juicios no podían ser mucho mejores que la información sobre la cual se basan. Esa máxima —indudablemente— debe regir la actividad jurisdiccional de nuestros tribunales y juzgados.

No obstante, para que esa premisa sea realidad, el perjurio (la sanción jurídica para quien declara con falsedad ante la autoridad), debe ocupar el sitio que le corresponde, como la institución que por excelencia está orientada a salvaguardar el “valor de la verdad”.

Actualmente en nuestro país sólo se sanciona la declaración con falsedad como delito no grave cuando, previo apercibimiento, se lleva a cabo dentro de la fórmula sacramental “bajo protesta de decir verdad”.

Contrariamente, el sistema de justicia y la administración pública de los países avanzados normalmente encuentran su basamento en la declaración de verdad del ciudadano.

Así, mientras en nuestro país el pago de las contribuciones se rige por la desconfianza, que se traduce en complejas contabilidades, facturas y dictámenes, en esos países —paradójicamente— prima la confianza en el declarante, lo que es finalmente más barato y más sencillo para todos, bajo riesgo de fuertes sanciones por hacerlo con falsedad.

Indiscutiblemente esa figura bien implantada en México proporcionaría enormes beneficios a nuestro complejo y creciente sistema jurídico, primero al perseguir la falsedad y en segundo lugar al propiciar la plena vigencia del Estado de derecho por conducirnos todos con verdad.

En el ámbito de la delincuencia organizada, también contribuiría a salvar los problemas relativos a los “testigos protegidos”, quienes son —junto con los “arrepentidos” y “colaboradores”— pieza esencial de un tipo de crimen en el que raramente existe evidencia directa de su comisión. En esos procesos el que mienta a sabiendas debe ser severamente sancionado.

Asimismo, su estricta observancia ofrecería beneficios al nuevo sistema de justicia penal, donde el inculpado goza de la presunción de inocencia y donde resulta —justamente por esa razón— especialmente importante que los testigos de cargo se conduzcan con total apego a la verdad por ellos conocida.

Esa presunción igualmente conlleva la premisa de que no se le puede obligar al inculpado a declarar en su contra, aunque si lo hace, debe hacerlo siempre con veracidad, so pena de ser sancionado como “perjuro”. Esto es, su derecho reside únicamente en guardar silencio, pero no en declarar con falsedad.

De esa forma se lograría que tanto la autoridad como el juzgador estén en condiciones de “reconstruir el caso penal” con testimonios confiables, acentuándose al mismo tiempo la auténtica cooperación que debe existir entre la autoridad acusatoria y el testigo comprometido.

Concretamente, al otorgarle su justa dimensión procedimental y procesal se contribuiría a incentivar estas actitudes positivas en el mediano plazo:

—Se reconocería la solvencia de quien declara con verdad ante la autoridad, por lo que su dicho o testimonio gozaría eventualmente del crédito que merece; y,

·—Serviría como el medio idóneo para castigar severamente a quien “miente a sabiendas de hacerlo” ante la legítima autoridad.

En suma, el perjurio constituye una garantía jurídica que forma testigos responsables y ciudadanos concientes de la gravedad e importancia de sus dichos, testimonios y declaraciones públicas.

En mi consideración, no debemos escamotear esa institución diseñada para construir la realidad objetiva a partir de la evidencia subjetiva, todo ello en aras de alcanzar la anhelada cultura de la legalidad, de la justicia y de la seguridad.

Consejero de la Judicatura Federal de 2009 a 2014

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