Cuando era adolescente, tenía una amiga colombiana que me platicaba de su país. Me contaba cómo los motociclistas no podían usar casco y los coches no podían tener vidrios polarizados para evitar que conductores anónimos dispararan desde vehículos en movimiento, o arrojaran bombas a civiles en las calles. Escuchaba atónita sobre ese lugar que parecía de bárbaros, tan distante de mi realidad. Hoy la guerra ha llegado hasta nuestras puertas e imagino a mi hijo contar los horrores de su país a extranjeros asombrados, como una vez lo hizo conmigo mi amiga colombiana.

El domingo pasado Colombia rechazó el acuerdo de paz que buscaba traer fin a más de 50 años de conflicto armado. Pocos colombianos pueden decir que no han sido tocados por la violencia (ejercida por agentes del Estado o por guerrilleros). Más de medio siglo de conflicto ha dejado en aquel país 260 mil muertos, 45 mil desaparecidos y millones de desplazados. Aun así ganó el No, y ganó el abstencionismo. 62.5% de los votantes no acudió a las urnas, mostrando la debilidad de las democracias latinoamericanas, la desconfianza y desencanto con sus procesos.

México no es Colombia, pero existen fuertes paralelos. Ambos países han sido marcados por la violencia interna. En 10 años desde la declaración de Calderón de la guerra contra las drogas, el conflicto en México ha dejado más de 200 mil muertos, 26 mil desaparecidos, 300 mil desplazados y una sociedad marcada por el miedo. Al igual que Colombia, nos encontramos embarcados en lo que parece ser una escalada de violencia sin fin. La semana pasada un convoy militar fue atacado por un comando con armas de alto poder y granadas. 5 militares resultaron muertos y 10 heridos. El hecho hace patente la extensión de nuestro conflicto y lo poco efectivas que han sido las estrategias del gobierno para pacificar al país. De acuerdo con EL UNIVERSAL, este este sexenio se han registrado 1,240 agresiones contra elementos de la Sedena, en los que han muerto 57 militares y han sido heridos 306. Asimismo, según datos de la Sedena, de 2007 a principios de 2014, 3,907 civiles murieron en enfrentamientos contra el Ejército.

Ante el ataque, el secretario de la Defensa pidió el respaldo de la sociedad para que los criminales “sufran el castigo que la ley establece”. Ojalá así sea. Debe aplicarse la ley y llamarse a cuenta a los responsables. Ningún homicidio debe quedar impune. Pero ante una justicia frecuentemente corrupta e incompetente, la tentación es castigar al margen de la ley, repetir otro Tanhuato y continuar en la lógica inagotable de la guerra.

Igual de preocupantes son los llamados a consolidar la presencia militar o a instaurar los fueros de guerra. Hace unos meses se aprobaron las reformas a la justicia militar que expanden la jurisdicción militar a lo civil y que la CNDH ha impugnado ante la Suprema Corte. Hoy, además, se empuja por la aprobación de una ley para la suspensión de garantías que facilite hacer frente al crimen organizado pero con casi nula supervisión y sin poderes de revocación. Colombia vivió 17 años de estado de excepción entre 1970 y 1991. Más que excepción, se trató de un estado de sitio normalizado que no sirvió para pacificar al país, pero sí para legitimar terribles violaciones a derechos humanos y crímenes que durante años alimentaron el conflicto.

Si algo enseña el proceso colombiano es que el conflicto no puede resolverse simplemente por medio de la fuerza militar. Pasa por reconocer que parte del problema viene de la inequidad que se vive, de las injusticias cotidianas y de la exclusión de importantes sectores de la población. Enseña también que ponerle fin a una guerra exige la convicción de todos. Ojalá no nos tome medio siglo de conflicto armado aprender lo mismo.

División de Estudios Jurídicos CIDE

@cataperezcorrea

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