Nueve meses después del nombramiento de Eduardo Medina Mora a la Suprema Corte de Justicia de la Nación se dieron los nuevos nombramientos para sustituir a Olga Sánchez Cordero y Juan Silva Meza. Fueron meses durante los cuales muchas voces —tanto de la sociedad civil como del gobierno— participaron en el debate sobre el proceso de designación de los ministros de la Corte. Vimos desplegados, foros, programas y un importante número de artículos dedicados a un tema que hasta el nombramiento anterior había pasado sin mayor atención. Sin duda el papel que ha jugado la Corte en años recientes en la resolución de conflictos entre actores políticos y gubernamentales es una de las razones que explican esta crecida atención. Otra parte lo explica el malestar que generó la designación anterior y la preocupación de que los nuevos nombramientos se dieran con una lógica similar, de grupo o de partido.

Un grupo de académicos, abogados y activistas emprendimos la campaña #SinCuotasNiCuates para mostrar preocupación e indignación frente a la lógica de facción en el reparto de espacios en la Corte. No se trató de un movimiento partidista, como han sugerido algunos autores (desinformados o malintencionados, incluso desde este mismo espacio). Fue una respuesta espontánea que generó un nombramiento desaseado que vulneró la viabilidad del orden constitucional y democrático del país. La designación de ministros con base en criterios de amistad o de pertenencia a un grupo político preocupaba (preocupa) por estar en juego la separación de poderes, los derechos fundamentales y la de por sí precaria legitimidad de las instituciones judiciales del país.

Hubo logros innegables, sobre todo si tomamos en cuenta el escenario del que partimos. Sin duda el interés ciudadano fue el mayor de estos. La petición inicial generó adhesiones y simpatías desde distintos sectores, se sumaron voces que contribuyeron a frenar lo que en inicio parecía imparable. Presenciamos también avances importantes en el intento por transparentar y mejorar la calidad del proceso de nombramientos. Quizás por primera vez se dio una auscultación abierta en el Senado, sin límite de tiempo para el cuestionamiento de las candidatas. Todos y todas pudimos conocer —un poco— a las personas propuestas para el cargo. Esto permitió, en algunos casos, enterarnos de sus trayectorias, fortalezas y debilidades. Permitió también distinguir entre candidatos viables e inviables.

Sin embargo, se revelaron fallas importantes en el proceso. El documento enviado desde la Presidencia al Senado presentando las ternas fue paupérrimo. No se ofrecieron razones articuladas para sostener las candidaturas ni se establecieron los perfiles que pretendían cubrirse en la Corte. De la misma forma, el dictamen de la Comisión de Justicia del Senado se limitó a presentar un análisis formalista sobre el cumplimiento del Artículo 95 Constitucional, sin tomar en cuenta el proceso de auscultación que ella misma auspició. En él se aprobaron como elegibles candidatos(as) que eran insostenibles ante el mínimo escrutinio y que habían quedado exhibidos durante el proceso de auscultación.

El proceso dejó en claro que la sociedad no está dispuesta a ser testigo pasivo del reparto político o clientelar del máximo tribunal. Ojalá la misma lógica logre permear hacia otros espacios del Poder Judicial y de la administración en general. Además se evidenció que el sistema actual es anacrónico y su reforma impostergable. Antes del próximo nombramiento en 2018 necesitamos contar con un nuevo procedimiento para la designación de ministros: uno que garantice la independencia de la Suprema Corte, que contenga la inercia facciosa de la clase política y que ayude a reconstruir la mermada confianza que los mexicanos tenemos en las instituciones judiciales del país.

División de Estudios Jurídicos, CIDE.
@cataperezcorrea

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