A buen ojo, no hay nada más irrebatible que los sueños. Nada más honesto, más luminoso, más cargado de verdad que el espacio de los sueños, ingobernable y flexible, dúctil y fiel a sí mismo, atento y absorto, astuto, inocente y valiente.

En los sueños, el yo y el nosotros es uno solo, el nosotros y el yo se separan, el tú es real y el yo un espejismo (y lo contrario); los sentidos, las sensaciones, están despiertos, alertas, vivos, mientras el cuerpo duerme, laxo, desocupado, ausente. Tal vez el cuerpo hable, sin quererlo, diga palabras sueltas, un grito, una frase, o tal vez ronque, como el oso o el león, o como un pajarito.

En los sueños estamos vivos después de haber muerto, nuestra gente se levanta de la tumbas, por accidentarnos fatalmente nos robustecemos, la fractura de un hueso puede provocar nuestra multiplicación, dar cabida a clones instantáneos. Los peligros a menudo no tienen nombre, consiguen la tensión de la aventura más desenfrenada, mientras simultáneamente estamos sentados en un sofá, escuchando a Chopin en persona (y en peluca) tocándonos al piano; o caemos de la punta de un acantilado y volamos como un dios griego; o arrastramos nuestra propia cabeza por la acera de enfrente a casa; o caemos en la cuenta de que San Cristóbal de las Casas y París están en el mismo punto del mapamundi y que cuando caminamos hacia la escuela de nuestra infancia en realidad estamos pisando la superficie de la luna, o viviremos algo que no entendemos del todo, puntualmente claro sin que identifiquemos lugar y tiempo (“recuerde el alma dormida … daremos lo no venido por pasado”). O somos el Robinson Crusoe de Góngora llegando a la cabaña de los pastores de cabras, y somos el propio Góngora, o somos el otro Robinson Crusoe y después ya no es una isla donde estamos, sino tierra adentro en un alto pico que nada envidia al Chimborazo, y todo esto en un minuto.

Tal vez acontecen desgracias a los más queridos, o enfrentamos poderes que ningún Prometeo hubiera retado. Después, despertamos. Nos hacemos un café, para que el cuerpo salga del letargo que no compartía su conciencia luminosa.

A la sabiduría del sueño, a su libertad, corresponde su insensatez y locura, y a su limitada esclavitud: desde el sueño no consiguimos mover un lápiz, lavar una taza, pegar un botón. Ese cadáver con alma que es el durmiente (como escribió Sor Juana), ese muerto a la vida y a la muerte vivo (sigo citando a la genial Juana) piensa, medita, entiende, combate, acepta, se rebela, conoce, regresa al placer y al dolor. En la vigilia, en cambio, estamos atados a la Historia, otra loca, sin su sabiduría correspondiente.

El Tiempo en el sueño es de agua que fluye sin saber dónde queda la línea del ecuador, por momentos gira hacia la derecha, por momentos hacia la izquierda, no lo guía el imán central terrestre, no conoce la fuerza de gravedad, es un agua sin norte y sin sur. En cambio, el Tiempo en la Historia es de hierro, es de dureza maquinal que no permite ir de adelante hacia atrás ni jugar a cambiar el orden.

La memoria se parece al sueño: permite trastocar la rígida maquinaria temporal, volver al pasado, alterar los hechos. La razón se parece al sueño: requiere de elementos imaginarios para funcionar.

Yo he sentido la tentación de conciliar en un escrito las fuerzas de la Historia y las de los sueños (no siempre cómodas, seguido pesadillezcas). De fundirlas en una trama, en un estilo, en un tema. De volverlas uno. Lo he intentado varias veces (desde mi novela Duerme de principios de los noventas, a La otra mano de Lepanto y La virgen y el violín de la década pasada, y Texas, más reciente. Pero en Texas conqueteo con doble banda: es el territorio de la Historia y el del Sueño, pero sobre todo el del sueño de México, el cómo México soñó Texas en el XIX, de lo que significó el Lejano Norte para el México que luchaba en el con su propia imagen, con cuál adoptar como la cierta, la real. Y así, sueños contra un Sueño, Historia contra la historia, escribí esa novela.

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