Este Tigre tiene también mucho en común con el dinosaurio de Monterroso, y no sólo por su cabeza de tiranosaurio. ¿Es hijo del sueño que en la vigilia, soñamos? ¿Es encarnación de la decepción de los sueños colectivos?

Celebro que la ciudad le acabe de rendir un homenaje a Eduardo Lizalde en su Museo. José María Espinasa (poeta y director del lugar) anotó que lo de Lizalde es cantar el desencanto. El desengaño de la lucha por la utopía. Sin lamento. Con filo crítico. No es el vencido, el derrotado, sino el que salta al punto siguiente, al punto crítico.

No usó Espinasa la palabra “retar”. ¿Reta el poeta al Tigre de su poema? “Hay un tigre en la casa/ que desgarra por dentro al que lo mira”. Lizalde lo mira con ojos fijos, y el tigre no desgarra su verso: lo templa.

En el homenaje, Eduardo Vázquez señaló cuánto la vida de Lizalde está tejida a la de Revueltas. Evodio Escalante trazó otros vasos comunicantes de Lizalde. La encerrona con el león en su relación con Muerte sin fin de Gorostiza, y la pesquisa de la filosofía de Lizalde, sus varios puntos de origen– “mucha de la carne de sus poemas es mental”-. Evodio habló del Mal como un imán en la obra de Lizalde, su raíz, su “motivo”. El Mal, el Odio: “Grande y dorado, amigos, es el odio. / Todo lo grande y lo dorado viene del odio. / El tiempo es odio. // Dicen que Dios se odiaba en acto”.

Tomás Segovia sería su poeta antípoda, aunque en lo antigongorino, en el rigor y en la impecable factura de sus versos transparentes, estos dos poetas son hermanos. Aquí versos de Segovia: “Estaba yo otra vez / Enamorándome del mundo/ De la radiante ingenuidad/ Con que sigue fiándose de un luminoso origen”… “no puedo evitar la urgencia / De decirle a la dicha unas palabras”. Segovia y Lizalde son, pues, antípodas y hermanos.

El Tigre lizaldiano sigue aquí. Aquí también la voz de Lizalde, impávida, culta, autorizada, voz de cantante de ópera, entrenada, ajena a la vejez y el deterioro, una voz sin odio. Domesticada. Cuando escuchamos la amenaza de la bestia incontrolable, nos parece imposible que la voz de Lizalde haga algún tipo de alianza con ésta. En su voz no hay salvajismo. No es con esa voz admirable con lo que el poeta confronta al Tigre. Con su voz impone la tradición, la reflexión, el orden, la bienhechura de sus versos. Es con la conciencia (la muda, la dolorosa conciencia silente) con la que el poeta observa al tigre, y es Tigre. Sus versos bien templados cargan la presión de su silencio, de ahí su densidad, y de la voz modulada obtienen la tensión precisa: “Los tigres mueren/ pero las ratas proliferan/ bullen y dan flor. / (Hay cinco por cada hombre, seiscientas mil por cada tigre)./ Pero pronto el mar será de ratas, mar de pelo y no de agua. / Asaltarán todas las torres…”.

“La muerte somos nosotros”, Lizalde leyó un inédito en su homenaje. Como apuntaron los críticos, el Mal es el imán de su poesía. Pero en la voz del poeta se reconoce que su deseo está en otra parte. El Mal, la fuerza de la destrucción y la amenaza, el salvajismo, el horror, la caída del sueño, la derrota, el odio, son el imán/ tigre al centro de sus palabras, pero la Voz (entrenada, culta) lo controla todo. Pule. Cuida. Guía. Le debemos grandes poemas de amor al poeta del odio: “Óigame usted, bellísima,/ no soporto su amor”.

La inteligencia de Lizalde, su humor corrosivo, tremendo, sus versos sin adorno o dispendio, de palabra justa. De palabra que reta. Que no enlista o menciona, sino contraataca, a sabiendas de que no hay frente de batalla que no sea frente de derrota:

“Aman los puercos./ No puede haber más excelente prueba / de que el amor / no es cosa tan extraordinaria”.

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