El PRD ha decidido renovar su dirección nacional, procurando que quien lo lidere sea menor de 50 años de edad.

Bienvenida esta iniciativa, que debería retomar toda la franja de partidos que se ven a sí mismos como de izquierdas, conformada además del PRD por Morena y Movimiento Ciudadano y lo que quede del PT: Carlos Navarrete tiene 59 años, AMLO 61, Dante Delgado 64 y Alberto Anaya 68.

Elegir a un dirigente partidista joven es quizá una condición necesaria, mas no suficiente, para su renovación generacional.

Más importante que su edad será que den cauce a la imaginación política, para rechazar el mantra de que no hay alternativas a las políticas desastrosas de hoy, y para generar gobiernos capaces de producir estructuras productivas menos segmentadas, y una sociedad menos desigual, con mayor capacidad de presión sobre sus autoridades.

Un joven dirigente puede perderse haciendo política al viejo estilo, el que está condenado al fracaso: operar para acomodarse en el sistema político antes que organizarse con la sociedad mexicana para transformarlo.

Tras concluir su mandato como presidente del gobierno español, Felipe González señalaba a un grupo de dirigentes del PRD: “Ustedes primero se reparten dinero, cargos y candidaturas, y luego ya ni siquiera se preguntan qué quieren hacer como partido”.

La principal tarea de las izquierdas como oposición es desmantelar los privilegios de la oligarquía mexicana que compra elecciones, corrompe políticos, legisladores y funcionarios públicos, y se garantiza a sí misma su impunidad.

Mi colega Ugo Pipitone, en La esperanza y el delirio, CIDE y Taurus 2015, escribe acertadamente que la izquierda nació reivindicando el derecho a cuestionar el privilegio aristocrático, pero apenas conquistado el poder para ella, proscribe este derecho.

La propuesta política de las izquierdas donde son gobierno debe apuntar al empoderamiento de la ciudadanía. Hasta hoy es más frecuente ver a las izquierdas tratando de apropiarse a grupos o sindicatos corporativos, que construyendo un nuevo poder público que se traduzca en más democracia, más bienestar y más confiabilidad de las instituciones.

Los odres son recipientes hechos de cuero de cabra donde se deposita vino, agua o aceite. Los odres viejos se endurecen y van perdiendo elasticidad a los cambios, de modo que al depositar vino nuevo el odre se rompe y el vino se pierde.

Si las izquierdas partidistas y sociales le apuestan a la fusión de siglas parapetada detrás de un lenguaje que simule el cambio, se condenarán a sí mismos a la irrelevancia. Habrán desperdiciado una vez más la oportunidad de trocar el desencanto popular en estrategia y de trascender la eterna riña interna para avanzar en la promoción del interés público.

En un país ultrajado por la corrupción, la desigualdad y la violencia del crimen organizado, muchos mexicanos claman por la necesidad de izquierdas que al mismo tiempo promuevan la justicia y defiendan las libertades. Es muy frecuente escuchar “cómo le hace falta al país una izquierda de verdad”. Su construcción se está dando cada vez menos dentro de los partidos (que siguen siendo referentes indispensables) y cada vez más desde los organismos civiles que luchan por los derechos humanos, contra la pobreza, por la defensa del ambiente, por una cultura de la transparencia y la rendición de cuentas.

Dotarse de odres nuevos para el vino nuevo es comprender los cambios que viven México y el mundo en materia económica, política, ambiental, militar y tecnológica, para —Pipitone dixit— convertirse en una izquierda radical y responsable al mismo tiempo, parte de la sociedad y no expresión de alguna verdad eterna.

Profesor asociado en el CIDE.
@Carlos_Tampico

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