Las relaciones entre los departamentos de policía y las comunidades que sirven alcanzó el nivel más bajo que tengo memoria en las casi dos décadas que he vivido en Estados Unidos.

Tan sólo esta semana dos tiroteos en los que policías estuvieron involucrados derivaron en la muerte de hombres afroamericanos, uno en Minnesota y el otro en Louisiana. Estos incidentes se suman a otros eventos en los que los uniformados han actuado con fuerza excesiva.

Para entender la situación dejemos un principio claro. La sociedad requiere de organizaciones policiacas efectivas en las que pueda confiar. Los oficiales del orden son clave para mantener la paz y armonía.

No es aceptable ni deseable que los uniformados sólo inspiren desconfianza o repudio como ocurre cotidianamente en México. Sea la mentada de madre que un conductor propina a un policía que dirige el tránsito, hasta las agresiones que reciben los granaderos en una manifestación típica.

Pero el polo opuesto es el excesivo poder que tienen los oficiales en Estados Unidos. Si bien se parte del hecho de que los uniformados reciben un buen entrenamiento, perciben salarios y prestaciones dignas, también hay que reconocer que confrontar, aunque sea verbalmente, a un oficial puede costar tan caro como perder la vida.

El uso excesivo de la fuerza de parte de los policías siempre se justifica en un principio básico: “Si el oficial siente que su vida o seguridad está en riesgo puede ejercer una fuerza mortal”, entiéndase, disparará a matar.

La noche del 20 de octubre de 2014 el joven afroamericano Laquan McDonald, de 17 años, caminaba por las calles de Chicago armado con un cuchillo. La policía confrontó al adolescente y le instruyó tirar el puñal. El joven no escuchó mientras caminaba pausadamente alejándose de los oficiales. McDonald no representaba una amenaza inminente para nadie. En ese momento, el oficial Jason Van Dyke arribó en su patrulla y sin ser parte de una situación que parecía contenida, disparó 16 veces contra el joven, impactándolo nueve veces en la espalda.

El caso de Laquan puso al descubierto el mal accionar de los oficiales, la cultura de secrecía y complicidad para protegerse entre ellos, y la resistencia de una alcaldía a dar a conocer la evidencia por temor al impacto político que tendría. ¿Dónde quedó el compromiso de honestidad y rectitud por proteger a los residentes? ¿Por qué se asesinó con fuerza brutal a un joven que —si bien infringía la ley— no era una amenaza para los policías que lo tenían rodeado en una calle desierta?

Ante la presión pública, la alcaldía de Chicago dio a conocer —después de resistirse por meses— un video tomado desde una patrulla donde se ven los hechos como los he relatado. Ahora, el oficial Van Dyke es juzgado por asesinato en primer grado.

Esta descomposición entre sociedad y quienes velan por aplicar las leyes son el marco del asesinato de cinco policías en Dallas, Texas, por parte de Micah Johnson, un ex militar afroamericano, que “quería matar oficiales blancos”, por su frustración ante los abusos sistemáticos de policías en contra de su congéneres.

A esta situación aplica el dicho estadounidense “two wrongs don’t make one right”, es decir, atacar a los uniformados no corregirá los abusos policiales ni devolverá las vidas perdidas.

Este país con una crispada retórica política debe entender que la discordia no es la única consecuencia de las tensiones raciales. Pues el efecto último es la pérdida de vidas y la erosión total de la confianza en las instituciones. Y ese es un escenario en el que perdemos todos.

Periodista

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