Desde la Segunda Guerra Mundial hemos visto una marcha sin precedente hacia un mundo con cierto orden y reglas compartidas. El número de guerras entre países ha bajado a cero, después de dos conflagraciones globales que costaron millones de vidas, la mortalidad infantil se ha reducido y varias enfermedades mortales han sido relegadas al pasado, y en los últimos años ha habido una ola de prosperidad que ha bajado la tasa de pobreza extrema y disminuido la brecha entre los países desarrollados y emergentes.

Instituciones internacionales y regionales, que van desde las Nacionales Unidas (ONU) y la Organización Mundial de la Salud (OMS), hasta la Unión Europea (UE) y la Organización de Estados Americanos (OEA), han estado al frente de estos esfuerzos por mejorar el bienestar el planeta y evitar las guerras entre países, pero la base aun más fundamental, detrás de estas, ha sido una creciente democratización de la vida pública dentro de los países. En muchas naciones, como México, se ha transitado de sistemas autoritarios o semiautoritarios a sistemas democráticos, mientras otros, como Estados Unidos han extendido la ciudadanía plena a grupos anteriormente excluidos, y otros más, como China, han forjado un incipiente Estado de derecho dentro de un sistema autoritario.

Para los que creemos que el respeto al derecho de los individuos y su participación igualitaria en los asuntos públicos debe ser la base de una sociedad y que los estados pueden dirimir sus diferencias y construir soluciones a través de acciones colectivas, las ultimas décadas han sido un periodo de esperanza. Este sueño liberal ha parecido estar en marcha constante hacia adelante, si bien hay retrocesos ocasionales y mucho más por hacer.

Pero acercándonos al cierre del año 2016 hay buenas razones para dudar de que estos procesos liberales dentro de los países y entre ellos sigan adelante.

Durante 2016 presenciamos el voto de los británicos contra su permanencia en la Unión Europea, una señal del creciente escepticismo hacia ese bloque, y la elección de Donald Trump, un candidato presidencial que cuestionó la permanencia de Estados Unidos en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), entre otros acuerdos internacionales. Hay movimientos escépticos hacia los organismos internacionales en casi todos los países europeos y los gobiernos de China y Rusia, desde luego, tienen sus dudas sobre los arreglos que existen, que los ven como construcción de los países occidentales.

Y si bien las guerras internacionales son casi inexistentes, en 2016 vimos evidencias que los conflictos internos pueden ser igual de cruentos. En México repuntó la violencia del crimen organizado, con un aumento notable de homicidios, mientras que ataques terroristas en Francia, Alemania, Bélgica, Bangladesh y Estados Unidos mostraron lo impredecible de la violencia no organizada. Al cierre de 2016, se vivió la caída de Aleppo, parte de una guerra civil brutal en Siria, que es uno de varios conflictos internos en el Medio Oriente y África en que factores nacionales e internacionales confluyen para alimentar la violencia. Y quedan muchos conflictos de baja intensidad entre países, entre Rusia y Ucrania, entre India y Paquistán y entre China y sus vecinos que pueden en algún momento explotar si no se manejan con mucho cuidado y mesura.

Dentro de los países también vemos un retroceso en el orden liberal. En México, por ejemplo, las corruptelas y complicidades han minado la confianza ciudadana en el Estado y al significado mismo de la democracia. En Estados Unidos, la campaña política reciente dejó salir de la sombra a grupos racistas que habían estado en retirada y que buscan revertir la creciente pluralidad del país, parecido a lo que está pasando en gran parte de Europa. En Turquía y la India, líderes nacionales con una agenda religiosa y excluyente han logrado cerrar espacios de diálogo y participación, mientras que en China el proceso largo y lento de apertura política parece haberse revertido. En Rusia ni decir.

Estos dos fenómenos —el cierre de espacios políticos dentro de los países y el retroceso del orden mundial entre ellos— están íntimamente relacionados. Los líderes que buscan limitar la voz y la participación pública también se apoyan en argumentos nacionalistas y a veces xenófobos que buscan limitar la inserción de su país en el orden global. El escepticismo a los derechos individuales y la pluralidad dentro de los países va también mano a mano con un escepticismo hacia los acuerdos internacionales.

Al cierre del año estamos entrando en un periodo nuevo, en que probablemente veamos una pérdida de la inercia hacia la construcción de un mundo mas democrático y ordenado y quizás se reviertan estas tendencias por completo. Sospecho que estamos entrando en un momento global menos esperanzador y más peligroso, en que las reglas que se han construido dentro y entre nuestros países se debilitan, con consecuencias preocupantes para el futuro del planeta.

Vicepresidente ejecutivo del Centro Woodrow Wilson

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