La pobreza —o la carencia permanente de los suficientes medios económicos para solventar las necesidades básicas— ha agobiado a grandes sectores poblacionales del país prácticamente desde que éste se hizo independiente en 1821.

Para tratar de combatir el azote que representa se han puesto en marcha diversas acciones de protección y políticas sociales financiadas no sólo por el Estado, sino también por las Iglesias, las organizaciones de la sociedad civil y la iniciativa privada.

Si bien durante el Porfiriato —caracterizado por la escandalosa desigualdad social y económica que propició— se crearon instituciones y programas para llevar a cabo acciones que paliaran la pobreza, no fue hasta después de la Revolución Mexicana cuando este fenómeno comenzó a abordarse con una visión académica y científica.

María Dolores Lorenzo Río, investigadora del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, estudia la pobreza y las políticas sociales que se adoptaron específicamente en la Ciudad de México en la década de los años 30 del siglo pasado para combatirla.

“Me he enfocado en esa década porque representa una bisagra entre la incipiente creación de políticas sociales de la inmediata posrevolución y la modernización de los sistemas asistenciales a cargo del Estado. Además, en esos años, la protección social ideada en México coincidió con el interés mundial en reducir el desempleo, cubrir la carencia de vivienda y erradicar la mendicidad”, explica.

Beneficiarios

En 1910, el Distrito Federal tenía 720 mil habitantes; y en 1930, casi un millón 30 mil. Este crecimiento considerable de la población capitalina obedeció, en buena medida, al cada vez más intenso proceso de urbanización desencadenado, sobre todo, por la migración interna, el abandono del campo y la búsqueda de mejores condiciones de vida en la ciudad.

Como consecuencia de este crecimiento poblacional, aumentó el desempleo entre operarios, obreros y pequeños contratistas  y, con ello, el número de personas en condiciones paupérrimas. Pero entonces no se medía la pobreza, como ahora.

Al respecto, la investigadora apunta: “Las mediciones de la pobreza son un elemento nuevo de las políticas sociales. Antes, los responsables de los programas de protección social sabían, más o menos con cierta certeza, cuántos beneficiarios podían atender. Por ejemplo, en el caso de los programas contra la mendicidad, se calculaba que había alrededor de mil mendigos en la calle, pero, por la precaria infraestructura asistencial, menos de la mitad recibía auxilio en los hospitales, asilos y hospicios.”

Algunos estudiosos estiman que, en esos años, 70% de la población de la ciudad pertenecía a los sectores populares, muchos de los cuales se clasificaban dentro del rubro de los pobres, es decir, de aquellos que carecían de ingresos suficientes para subsistir, de una red familiar que los apoyara en caso de necesidad o de las capacidades físicas y mentales para laborar.

“No tenemos una cifra exacta de cuántos pobres había entonces en la capital, pero sí una idea de cuántas personas consideradas pobres eran apoyadas por los programas de protección social: de mil a 3 mil.”

Programas asistenciales

Con todo, las primeras políticas de protección de la gente de la calle en la década de los 30 no tuvieron nada que ver con apoyos y ayudas para que superara la pobreza; consistieron en campañas muy violentas en las que se le persiguió y encerró.

Sin embargo, los sociólogos, los antropólogos y los inspectores sociales pronto empezaron a dar su opinión acerca de cómo debían ser tratadas esas personas y a participar, con el Departamento del Distrito Federal y la Beneficencia Pública, en la organización de programas de protección social.

“Fue así como poco tiempo después se decidió no perseguir y encerrar a esas personas, sino enviarlas a hospitales, asilos y hospicios de la ciudad. Incluso se formó un grupo de trabajadoras sociales que rescató a muchas de ellas de la cárcel y las llevó a esas instituciones del Estado, donde recibieron ayudas para paliar su pobreza y sus condiciones de desempleo, enfermedad o discapacidad, alcoholismo... De este modo se fue adoptando una nueva mirada para atender la pobreza”, dice Lorenzo Río.

Ahora bien, esos programas eran asistenciales, o sea, se encargaban de cubrir las carencias coyunturales; no eran programas integrales en contra de la pobreza. Por si fuera poco, su cobertura no alcanzaba ni siquiera a 1% de la población del país. En este sentido hacían lo que podían, como ofrecer dormitorios públicos a los mendigos o dar café y colchas en la noche a quienes no contaban con un techo o el apoyo de una red familiar o de parentesco; asimismo, lanzaban campañas contra la mendicidad y la pobreza visible en las calles.

“Los mendigos se convirtieron en depositarios de la asistencia social y, a pesar de que se les estigmatizó por su miseria, en términos de construcción de un Estado social fueron muy importantes porque evidenciaron que existía un segmento de la población que requería la asistencia, la protección y el cuidado del Estado, que no era culpa de los pobres vivir en tan deplorables circunstancias y que el gobierno debía hacerse cargo de modificar las condiciones estructurales en contextos específicos para sacar de la pobreza a esas personas que hoy en día llamaríamos vulnerables”, indica la investigadora.

Avance

A partir de pequeños programas contra la mendicidad, a favor de la educación de la niñez, de distribución de alimentos y de servicios de apoyo para las madres trabajadoras, las políticas sociales en México fueron progresando fragmentariamente a lo largo del siglo XX, hasta que se integraron, lo cual permitió crear la Secretaría de Asistencia Pública en 1937 y la Secretaría de Salubridad y Asistencia y el Instituto Mexicano del Seguro Social en los años 40.

“La propuesta de avanzar hacia la universalización de los derechos sociales me parece favorable. Es verdad que la cobertura de las actuales políticas sociales aún resulta insuficiente, pero algunos grupos, como los ancianos, los niños de cierta edad y los discapacitados, son derechohabientes y reciben beneficios concretos. Esto no es una concesión, ni una forma de caridad del Estado, sino un avance hacia la consecución de los derechos sociales por parte de los grupos vulnerables. Creo que el camino que se ha tomado puede conducir a buenos resultados, aunque habrá que ver cómo se desarrollan estas políticas sociales y con qué se sostienen, porque uno de los grandes dilemas históricos es dilucidar de qué manera un Estado pobre, con bases fiscales estrechas, puede tener programas de protección social para paliar las carencias de los sectores de la población más necesitados”, finaliza María Dolores Lorenzo Río.

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