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En pleno estío, bajo el firmamento añil, los pies rosados de la moza hollaban cada tarde la arena de la playa. Hervor de mar, de sol, de luz... Allí atisbaba con anhelo a la distancia, entre el mar azul y el monte reverdecido. Lo que ella pretendía no lo buscaba con los ojos.
Reverentes, las olas nunca se elevaron más allá de su rodilla.
Su éter lo colmaron dos varones extasiados que, al pasar, la contemplaban en secreto. Su andar hendía el aire y el tiempo, y su contoneo agitaba al compositor y al viejo poeta. Fue el devoto Vinicio quien la nombró, hechizado por el candor y la belleza.
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Ella intuyó que no constituía una irreverencia atenerse a aquellos inspirados trovadores.
La pluma y la guitarra se fundieron, pulsándola con similar arrojo. Vinicius la vistió de poesía y desde entonces ha marchado ataviada con un vestido rojo y sin recado. Carlos Jobim le infundió el ritmo melodioso que la envuelve y la cadencia morosa que la abraza.
Con la mirada fija en el torso de aquella amazona que marchaba confiada, los parroquianos de la zona, paseantes de la bahía y unos cuantos forasteros, conocieron su identidad y su alborozo. Surgió así La chica de Ipanema.
Alta, esbelta y tostada por el sol, Vinicius —el poeta— la dibujó con tinta y papel en tres que cuatro versos:
Mira qué cosa más linda, más llena de gracia
Es esa muchacha, que viene y que pasa
Con su balanceo, camino del mar...
Tom Jobim, con el rasgueo de la guitarra, la condescendencia de las cuerdas, un aire leve y sostenido, la arropó con vastedad. La canción dio vueltas al mundo:
Niña del cuerpo dorado, del sol de Ipanema
Con su balanceo, es todo un poema
La chica más linda que he visto pasar.
Ni las nubes ni el viento, ni las horas ignotas pudieron ya ignorarla.
Río de Janeiro, toda, fue inundada con el ritmo, la armonía y los acordes obsecuentes. Se tornó otra, con ella.
El Corcovado, que ampara la ciudad y vigila la bahía benevolente, desde su elevación, condescendía con aquel armonioso romancero.