¿Quién había decidido pintar el cuarto del bebé? No lo sé. Pero el día anterior al terremoto, mi madre y mi hermana habían llegado con su equipo de arte: pinceles, pinturas, carbones, camisas sueltas. Hicieron los muebles a un lado y escogieron el centro del muro. Mamá debió haber dibujado a los borregos, y luego las dos debieron entregarse a los pinceles. El cielo azul, el prado verde y los borregos con caras muy alegres, a imagen y semejanza de uno de peluche que ya esperaba los ruidos de una vida. Todos con cencerro y listones de mascotita atados al cuello. Borregos entusiastas, una recepción animal y cálida. A la hora de la comida suspendieron la faena y, en compañía de Emilio, fuimos al Círculo del Sureste, un restaurante en la calle Lucerna. Tacos de cochinita, panuchos, papadzules, unas cervezas y volver a casa. Qué luminosa la ciudad aquella tarde.

Cuando terminaron de pintar, Emilio llevó café a la habitación. Mamá, que nos enseñó a no dejar sombreros en las camas, bolsas en el suelo, ni pasarnos la sal en mano, contó los borregos. Eran trece. No podía ser. Pintó un último borrego, más pequeño, al frente de los otros para deshacer el malfario con el número catorce. Eso pensamos cuando inocentemente cerramos la habitación. Luego fuimos a la cocina y colocamos las tazas en el fregadero.

Desplome de edificios en la calle de San Antonio Abad, lugar donde trabajaban como costureras mujeres de origen judío. Crédito: Francisco Mata Rosas
Desplome de edificios en la calle de San Antonio Abad, lugar donde trabajaban como costureras mujeres de origen judío. Crédito: Francisco Mata Rosas

Ya en la cama escuchamos como siempre las voces del edificio contiguo. Habíamos cubierto la ventana con una pesada tela, pero el sonido la traspasaba. Escuchábamos lavar trastes, como si lo hicieran a nuestro lado. Distinguíamos el chorro del agua y el chocar de la loza. Hasta la manera en que el grifo chirriaba cuando lo cerraban. Las voces no eran tan nítidas como el sonido de lavar trastes; eran palabras sofocadas, sin caras. Nunca vimos a los vecinos, no alcanzamos a darles los buenos días. Después, cuando pensé que debíamos haberlo hecho, era demasiado tarde.

***

El teléfono nos despertó. Sé que las horas tempranas de la mañana son las mejores para soñar. ¿Con qué sueñan las mujeres en los días finales del embarazo? El cuarto aún en penumbra. Me apresuré a contestar a esa hora extraña. Alguien al otro lado de la línea se quedó callado. Sin aquel timbre a una hora impertinente tal vez no me hubiera levantado y hubiera sido peor. Fui al baño. Aquel día se cumplían los nueve meses de embarazo, ese cálculo probable que hacen los ginecólogos. El volumen de mi vientre era estorboso. Apenas abrir la puerta, sentí un mareo. Aunque los había sentido en los primeros meses, luego desaparecieron sin llevarse mis náuseas al café ni mi deseo de jugo de tomate—. Observé las toallas de baño que colgaban de un tubo. Creo que eran azules o blancas, ¿cómo puedo haber olvidado su color exacto si las toallas me indicaron que el mareo no venía de mi interior? La tela afelpada aleteó con suavidad, primero, y luego la aceleración ocurrió vertiginosamente.

“Está temblando”, le grité a Emilio. Para cuando él salió de la recámara, en el estrecho pasillo ya el librero se meneaba como si quisiera vaciar su contenido en nuestras cabezas. Emilio me puso un jorongo encima, el que usábamos de cobija extra al pie de la cama, y nos enfilamos a la puerta sin hablar. Sin entender. La brusquedad del movimiento parecía una ficción. Abracé el vientre que me rebasaba. Lo abracé como una niña a sus juguetes: algo me lo quería arrebatar. Nuestra casa era pequeña y en los pocos metros que mediaban del baño a la puerta de salida pasamos de sentir cómo el suelo dejó de columpiarnos para zarandearnos de una forma que no habíamos sentido antes. Sentí miedo. Un miedo distinto. Pensé —es la única vez que lo he hecho— que me iba a morir. Que nos íbamos a morir los tres, Emilio, yo y la criatura que estaba a punto de nacer.

El temor congeló las palabras, nos volvió torpes y todo se volvió lento y silencioso, aunque el ruido que nos rodeaba debió haber estado allí. Era como si habitáramos una historia ajena. Me así de la mano de Emilio, con la otra envolví a la criatura dentro de mí. Frente a la puerta de salida, el movimiento era tal que no atinábamos a meter la llave en la cerradura. Estábamos atrapados. Las ventanas, iluminadas de rojo, como si fuera una visión de otro mundo. El aire me empezaba a faltar frente a esa puerta infranqueable. Tardamos infinitos segundos en abrirla. Y si hablo en plural de estas acciones es porque nuestro respirar se descompensaba, nuestro temor se encabalgaba, con el de otros.

Las cosas se caían, se deslizaban, no prestábamos atención al ruido porque era perentorio huir.

Yo era un animal asustado, sin pensamiento ya; el ronroneo y el destrozo a nuestro alrededor, una partitura que no escuchábamos.

Escuchaba, en cambio, los corazones; el mío y el de alguien muy pequeño, a punto de nacer, al que habíamos visto unos días atrás en una imagen blanco y negro, un tanto indescifrable. Un cuerpo con cabeza y extremidades, ojos y orejas y nariz. Mi criatura y yo y Emilio jalándome escaleras abajo para que mi pánico no me entumiera mientras él disimulaba el suyo. Ese rojo gris, denso y polvoso, nos ocultaba a unos de otros cuando bajamos a la planta baja por aquella escalera al mismo tiempo que la vecina de enfrente. Las miradas se topaban unas con otras siguiendo un guión incierto y una consigna: salvarnos.

Entre aquel polvo que sofocaba el escándalo como si lo hubiera encortinado, vi al vecino del departamento de abajo en trusas, con el torso desnudo, con el brazo sobre los hombros de su madre. Su espalda era ancha; su pudor, ninguno; su gesto atento, dulce. Yo iba descalza sobre la loza fría de aquel patio que unía los edificios de Versalles 112. Por instinto nos enfilamos en una misma dirección, como las tortugas que, recién salidas del huevo, apuntan, sin dudarlo, hacia el mar. No sé si seguía moviéndose la tierra que nunca lo había hecho durante tanto tiempo ni tan terriblemente. Habíamos dejado el departamento con la sensación de que aquel que empezaba a sosegarse era el temblor más fuerte de nuestras vidas. Pero desconocíamos su magnitud. Y la magnitud de su magnitud.

Modesto, el conserje que vivía con su familia en un cuarto en la entrada, le dijo a Emilio que me llevara a otro lugar. Parecía que él sabía algo más. Seguramente había visto lo que nosotros desconocíamos entonces. El edificio de junto, el que colindaba con nuestras ventanas de la recámara y cocina, se había venido abajo y ya todos corrían a ayudar, y pensamos en ayudar también, pero Modesto insistió en que Emilio me llevara a otro lado. Con el jorongo mostaza encima del camisón amplio, con las piernas desprotegidas sobre el polvo de la ciudad que se deshacía, esperé muda a que los demás resolvieran qué hacer. Abracé de nuevo mi vientre agitado, como si los dos corazones chocaran entre sí, y pronuncié las palabras, hijo, hija. Si hubiera sabido que era una mujer, la hubiera llamado por su nombre: estaba elegido de tiempo atrás.

***

Aquel 19 de septiembre de 1985 por la mañana, al llegar a la casa de mis padres en Coyoacán, mi hermano abrió la puerta. Me eché a sus brazos y lloré. Hasta entonces, cuando él me lo dijo, me di cuenta del polvo que llevaba encima en el pelo, en el jorongo. Después del guardia que cuidaba la casa de los vecinos, y que nos había preguntado, asombrado, y al ver nuestro coche lleno de tierra, “¿De dónde vienen?”, mi hermano fue la segunda persona con la que nos topamos del otro lado del desastre. Con su cara de asombro nos devolvió la imagen del espanto que cargábamos encima.

Nunca volví a subir la escalera de nuestro departamento en el tercer piso. Aquel donde la tarde anterior mi madre, mi hermana y yo habíamos decorado el cuarto del futuro bebé. El edificio no se había caído, pero el de junto sí, como lo supo Emilio cuando fue a recoger la ropa urgente por si nacía el bebé y encontró el boquete en el muro de la cocina y los ladrillos sobre las tazas del café en el fregadero. Ya no había edificio al lado y nuestro departamento había quedado inhabitable.

***

Treinta años después del temblor me encontré al fotógrafo Carlos Contreras que me dijo: “Tengo una foto tuya embarazada.” En realidad no recordaba ninguna foto de mi primer embarazo. No usábamos la cámara mucho, nada comparado con lo que los celulares hacen ahora.

La foto me sacudió. Me pareció que me veía muy joven, algo infantil, a pesar de que había cumplido treinta años. La foto revelaba más que el embarazo y mi edad. Por lo que me rodeaba pude saber la fecha aproximada en que Carlos la tomó y el lugar exacto. Algún día entre el 20 y el 28 de septiembre de 1985. Lo sé porque Emilia nació en la madrugada del 28, porque el sillón de nuestra sala, en cuyo brazo estoy sentada, está en un grarage en Mixcoac y porque las cajas de cartón que me rodean revelan la mudanza.

No es una mudanza cualquiera. Es la consecuencia del temblor.

Emilia, mi hija mayor, dice que ha escuchado el relato dos veces todos los años de su vida: el día del temblor y el día de su cumpleaños. Sabe que su nacimiento se empalma con el rescate de los bebés sobrevivientes en el Centro Médico que yo veía por televisión. Nueve días después.

Aunque Emilia había aceptado los recuentos anuales de las circunstancias en que nació, en realidad no tenía imágenes que acompañaran lo que ella ha llamado la catástrofe. Hasta que vio el documental de Rafael Montero sobre Rockdrigo, que falleció en el terremoto del 85 —y que vivía muy cerca de nosotros— comprendió la magnitud de lo que tantas veces le habíamos contado. En las imágenes se veía polvo por todos lados: encima de la gente, sobre los autos. De ese polvo nadie le había hablado. El polvo era un secreto guardado. ¿De qué servían las evidencias de los edificios que ya no existían, como el Hotel Regis convertido en parque frente a la Alameda; la esquina de Monterrey y Álvaro Obregón, lote baldío; el parque sobre Cuauhtémoc donde hubo una unidad habitacional, y todos los lugares donde ya han crecido árboles o nuevos edificios? Aquello era el recuento de los daños, el museo de la memoria, el levantamiento de las ausencias. Pero el polvo era el momento vivo. El polvo era la despedida más elocuente, era revuelo, alboroto y vida suspendida. Flotaba porque aún no se depositaba, porque era demasiado, y estaba hecho de los edificios donde se cocinaban sopas de fideos y se veía la tele y había malas noches y niños que iban a la escuela y padres que trabajaban y abuelos que querían ver crecer a sus nietos, y amantes que se acariciaban, y malas palabras lanzadas y platos que se rompían, uñas que se cortaban y en el polvo estaba ese silencio espeso del ruido que también quedó reducido a partículas. El polvo era la negación del ruido, las voces que dejaron de sonar, la música que se quebró, el teléfono sin timbre, el agua hirviendo en la tetera, el borbotón de agua en un fregadero. El polvo era la vida apagándose y entonces Emilia supo de la verdadera circunstancia en que se dio su nacimiento.

Por eso cuando vio la foto que Carlos Contreras me tomó cuarenta años atrás le sorprendió que yo estuviera sonriendo. Una sonrisa en medio del caos, de la herida en la ciudad, una sonrisa por la vida que vencía la cercanía de la muerte.

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