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El lenguaje es la casa del ser –pensaba Heidegger–; en él se deposita la memoria histórica, la identidad individual y colectiva. La lengua define nuestra pertenencia a la tribu, al gremio, al gueto, a las sociedades y a las naciones. Pero el lenguaje, en un sentido amplio, es tan diverso y controversial como la vida misma. El lenguaje es el único medio de aproximación a nuestro mundo interior y a los otros individuos; fue creado para decir, callar y dar cuenta de lo innombrable.
La vida y la muerte; el suicidio y la violencia extrema; las masacres y linchamientos siguen siendo acciones que escapan a la razón, al logos, a la palabra. Son manifestaciones de la sombra, esa zona depositaria de los instintos primitivos, según el pensamiento del psicólogo Carl Gustav Jung. Pero también de la oscuridad nace la luz, así como el silencio evoca al sonido. El arte y la literatura tienen su asidero en las tinieblas, en la penumbra o, quizá más propiamente, en las primeras luces que anuncian la aurora o el despertar de las conciencias, como lo suponía la filósofa María Zambrano.
El lenguaje describe la realidad, pero no es parte de ella; la excede y la figura porque las palabras serán siempre producto de la ficción y sirven para construir mundos paralelos que nos permiten observar en perspectiva el devenir de las cosas y los hechos en el mundo. El realismo burgués y, luego, socialista se propusieron trasladar los conflictos humanos a los textos literarios, incluidos los enconos ideológicos. Sin embargo, a esta especie de mecanicismo ingenuo se opusieron los formalistas rusos, para quienes las pasiones humanas entran a la literatura sólo a través de la poética del lenguaje, ese código que no debe negar la parte artística.
Y este preámbulo nos permite situar a la escritora Brenda Navarro con su obra Ceniza en la boca (Sexto Piso, 2024), novela muy exitosa en las esferas editoriales y de la crítica, pues representa un estilo “fluido y vibrante”, una prosa poética que atrapa los sentidos del lector por el uso de un lenguaje magnético que abreva en las frases coloquiales, la jerga juvenil, los sarcasmos, las onomatopeyas, el monólogo interior y los flujos de conciencia. El resultado es una obra ágil, dinámica y de una cadencia musical que halaga los oídos de quienes, al leer, la escuchan.
La trama de la novela se organiza en cuatro partes para contar la historia de la narradora protagonista y su hermano Diego, cuyas acciones se desarrollan en las ciudades de México, Madrid y Barcelona. Diego es un adolescente que padece una fuerte crisis de identidad, desarraigo, en búsqueda de la libertad frente a sus relaciones familiares y, sobre todo, padece la agresión permanente de sus compañeros del instituto, así como las actitudes xenófobas de la gente del entorno en que viven. Con este trasfondo, más el sentimiento de orfandad, el joven se suicida.
Este acontecimiento detona el desvelamiento de otras violencias en México. Por encima de todas, destaca la violencia debida a las desigualdades; siguen las masacres, los feminicidios, las desapariciones forzadas, la inmigración, la trata, la cooptación forzada de los jóvenes por el crimen organizado y, sobre todo, pareciera imperar un silencio desolador que normaliza la catástrofe cotidiana de un país sujeto a la violencia atávica, violencia que nos recuerda los sacrificios rituales en honor a los dioses carniceros del México prehispánico.
En este contexto, Ceniza en la boca es una novela para estremecer, hacer catarsis y tomar conciencia, con la esperanza de sanar nuestros espíritus. Tales eran los propósitos de la tragedia griega.
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