¡Y de pronto inició lo inesperado!, el bosque se envolvió en magia y yo, yo aún incrédulo ante lo que mis ojos admiraban, yacía estupefacto contemplando aquel instante en donde cada rayo de Sol hacía de las suyas, se re categorizaban uno por uno, se volvían diferentes, participativos, y desplegaban de su ser la alegría de entibiar aún las frías flores del entorno. Era diciembre y la alegría se sentía por doquier, villancicos, ramas adornadas con vistosos atuendos y la atmósfera era de esperanza y sobre todo de felicidad.

Por: Edgar Landa Hernández

Hasta las más diminutas hojas verdes se enardecían del gozo por saberse parte de la vida, de la que tanto amo y respeto, la que me ha dado infinidad de satisfacciones. Y la fiesta proseguía, pequeños duendes salían temerosos de sus escondites enfundados en sus verdes trajes de terciopelo y unas babuchas que asemejaban cáscaras de haba y sus narices como malvaviscos de cereza y un rostro de color melón, con una pincelada de chantillí. Eran pequeños, creo que hasta cabían en la palma de mi mano.

Sus gorros parecían pequeños volcancillos apuntando al cielo con una borla al final. El entorno cobró un color caramelo que asemejaba a la mermelada que le unto a mis bocadillos en el desayuno. El bosque por primera vez se convirtió en la plaza de la paz y de la alegría, entre confituras multicolores que llenaban cada espacio, donde sobresalía el rojo bermellón de las manzanas que pendían de los árboles a los cuales se les imponía por decreto dar más fruto por esos instantes que se habrían de experimentar irreversibles.

Los árboles más nuevos se convertían en caramelos de muchos sabores, naranja, fresa, y otros más de mandarina. El follaje era ahora de cajeta con trozos de nuez. La gran tertulia sobrepasaba la magia que ni el mismísimo Merlín hubiera logrado al chasquear de sus dedos. Múltiples personajes hacían su aparición, fue como si desplegaran el telón y se ofreciera la más grande obra de la vida jamás creada, sapos saltarines, lagartijas, moscas y algunas ranas hacían gala de sus habilidades dando sendos brincos y uniéndose a una coreografía sin igual.

Los grillos, uno a uno, iban desfilando en una pasarela interminable, en ocasiones extendían sus alas y dejaban entrever el rojo y el verde haciendo un paisaje por demás espectacular. Un nuevo habitante del bosque hacía su aparición ¡Un hermoso pájaro carpintero! que al compás de su pico llevaba la batuta en la sinfonía exquisita hacia el existir. Resonaba con tal ritmo que era como escuchar una suculenta melodía.

Decenas de pajarillos al unísono se unían a la gran orquesta mientras cinco cotorros lucían sus magníficas secuencias en los aires, planeaban como los aeroplanos a velocidades vertiginosas a ras de suelo, y de repente alzaban hacia el cielo surcando el firmamento. Las ágiles ardillas con danzarines saltos se unían al jolgorio no querían pasar desapercibidas, luciendo como atuendo de lujo sus esponjadas colas.

Cuatro libélulas sobrevolaban la escena, sus grandes ojos eran ahora el reflejo de la colorida y multitudinaria verbena que se ofrecía en el majestuoso bosque. Solo se escuchaba el zumbar de sus alas que lo hacían con tal rapidez que no se distinguían. Un abejorro sufría los embates de la gordura y no permaneció mucho en el aire, y optó por tomar un descanso dentro de una gran flor.

De un hilo de plata fue deslizándose una araña, sus patas peludas se aferraban a su telaraña formando figuras perfectas logrando captar la atención de todos por la rapidez y agilidad para formar círculos y pentágonos en un solo respiro. Al final creó una maravillosa y hermosa telaraña.

Las palomas de dos en dos bajaban hasta un semicírculo elaborado a base de heno y hierbas, se contemplaban unas a otras como si se hubiesen perdido de toda la vida y era el tiempo de reencontrarse, de mostrar el agradecimiento por ser partícipes de la fiesta de la vida.

Todo iba tomando forma, los habitantes salían con una sonrisa reluciente que servía como preámbulo de aquella tarde que jamás describiría cómo fue o cómo empezó. Temerosos salían los ratones de sus guaridas con sus espigados bigotes, presentían la alegría, no sentían miedo, al contrario, buscaban refugio en los demás seres en donde compartían la dicha de sentirse vivos y sobre todo participativos, cada uno tenía su rol estelar.

Todos eran iguales en diferentes circunstancias, cada personaje sabía cuál era su misión. Unas parejas de jóvenes enamorados se esmeraban con un ritmo de bossa-nova entonando a través de una guitarra y una flauta transversal, el sentir envolvía aquel lugar, los árboles gigantescos danzaban erguidos a ritmos semi lentos agitando sus excelsas ramas era tiempo de agradecer por todos aquellos habitantes, por los que me compartían de su optimismo de sentirse parte fundamental de un existir sin igual.

Todos bailábamos al compás de aquellas notas que se esparcían en el pentagrama excelso del bosque al que yo conocía, pero no de esa manera, el que a diario visitaba, pero la magia aun no sobresalía de entre los grupos de arbustos y piedras que firmaban el camino donde a diario mis pisadas eran parte del hábitat. de pronto, un pequeño ser barbón arrugado como las guayabas fuera de temporada, con arrugas sobre sus arrugas y el entrecejo fruncido, su diminuta boca dejaba ver los espacios que existían entre sus ya desgastados dientes, con un cayado sobre su mano salía de un recoveco, aún se podía oler el aroma a polvo que emergió de él.

Venia montada sobre una tuza, fea como ella misma, peluda y con un color sumamente desgastado e incoloro. Era el jefe de los duendes, sólo que su vestimenta era más colorida, tal vez para distinguirse de entre su prole, su saco era azul cielo con pequeñas aristas brillantes que lastimaba al verlo, y su gorro era negro, tan negro como esos ojos que miraban sin distinción. Sus pequeñas manos estaban cubiertas por unos guantecitos de seda color amarillo.

Sus pequeñas babuchas eran muy diferentes, de un charol que hacía juego con sus globos oculares, observaba a todos lados dio cuatro aplausos y de repente salieron más de ellos, chiquitos, diminutos de vestimentas multicolores salían por doquier, de los troncos, debajo de las piedras, de los hoyos situados a un lado del camino, otros más, se desprendían de las copas de los árboles ahí, dónde siempre fijaba mi vista y que jamás los vi, ahora eran ya parte de mi vida.

Fueron solo instantes que jamás he de olvidar. Y se unieron a la verbena con pasos agigantados saludaban a la muchedumbre, hacía más de 100 años que no sucedía esto, era el portal de la felicidad que se abría una vez más. Y justamente en navidad.

Una mariposa Reyna los acompañaba desplegando sus alas amarillas con negro y unas antenas que captaban todo lo que acontecía a su alrededor, volaba en círculos, lentamente hasta posarse en los pistilos de aquellas flores de dónde emanaba la esencia del aroma de la vida. Una sustancia emergía de cada flor aún con la sorpresa en mis ojos, entoné mis canciones y todo el bosque se unió a coro, nos volvimos por unos minutos en una familia, era la plaza de la cordialidad. Tres abejorros zumbaban al ritmo de la música. Un grupo de pulgas entretenía con sus acrobacias a todos los asistentes.

La alegría reinó una vez más hasta que el sol recorrió su destino. La tarde oscureció el lugar y de pronto todos desaparecieron, hasta que miles de luciérnagas destellaban guiando el camino de regreso. Todo se esfumó menos la magia que quedó encriptada en mi corazón. Mientras que la nieve comenzaba a caer. De nuevo el silencio, un suspiro de nostalgia envolvió mi ser, sé que nadie me creería lo que viví, pero sí sé que el encantamiento de vivir seguía latente en mi en esta época de navidad.

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