En teoría, el objetivo fundamental de la política exterior es defender y promover los intereses nacionales. Sin embargo, muchas veces lo que se promueve son los intereses del que la conduce: Donald Trump es buen ejemplo de ese nocivo desvío. Lo anterior viene al caso porque, en los momentos en que se cuestiona la política exterior en curso, aparece el estupendo libro de Ariela Katz “Boicot: el pleito de Echeverría con Israel”, que nos recuerda un nefasto episodio. Aunque se trata de episodios diametralmente diferentes (el presidente Luis Echeverría pecó de excesivo, errático y locuaz activismo, en tanto que el actual mandatario peca de retraimiento, nativismo y no intervencionismo), los resultados, paradójicamente, son similares: iniciativas fallidas, posiciones encontradas y fricciones con nuestros principales socios externos, indeseable alineación con regímenes antidemocráticos, pérdida de liderazgo y prestigio, aislamiento e irrelevancia.

Echeverría (que se asesoraba más de aduladores cortesanos palaciegos, que de la cancillería o de expertos), decidió que el interés nacional era convertir a México en líder del Tercer Mundo, reformar el injusto orden mundial, viajar alocadamente (13 giras a 37 países con más de 100 acompañantes), mediar en los conflictos que encontrara en el camino, lanzar iniciativas a diestra y siniestra, etc., y de paso allegarse el Premio Nobel de la Paz y la Secretaría General de la ONU. Una de tantas iniciativas fue celebrar en México (1975) la primera Conferencia de la ONU sobre la Mujer, en la que, en un turbio ambiente de Guerra Fría, de tensiones Norte-Sur y de conflictos árabe-israelí, en la declaración final aviesamente se definió al sionismo como forma de racismo.

A pesar de opiniones opuestas, el presidente ordenó votar favorablemente esa declaración y la posterior Resolución 3379 de la Asamblea General de la ONU que ratificó la definición. Aunque con ello solo buscaba el respaldo del bloque soviético-árabe-no alineados para sus aspiraciones en la ONU, irresponsablemente compró un pleito ajeno al anteponer intereses personales a los nacionales. Como su posición fue considerada “antisraelí, antisemita y antiamericana”, chocamos con Israel y nuestros principales socios continentales y europeos, nos alineamos a países no democráticos (de los que provino el 92% del voto favorable a semejante definición), nos enemistamos con la comunidad judía, nos hicimos acreedores a manifestaciones públicas de repudio, a virulentos periodicazos, al boicot de judíos y gentiles estadounidenses que cancelaron viajes, convenciones y negocios, dejaron de comprar nuestras exportaciones, retiraron sus cuentas e inversiones del país, etc. Dada la disminución del turismo (-7%) y de divisas, el muy respetado canciller Emilio Rabasa viajó a Israel para calmar las aguas, pero malévolamente se argumentó que fue a pedir perdón y tuvo que renunciar. De la misma forma que, en aquellos días de presidencia imperial-mesiánica priista, un secretario de Estado afirmó que el asunto sobre el que se le preguntaba… “ni nos perjudicaba, ni nos beneficiaba, sino todo lo contrario”, la entrañable colega, embajadora Aída González, tuvo que cumplir la surrealista orden de apoyar la resolución que asimilaba sionismo a racismo, pero aclarando que no considerábamos que el sionismo fuera racista. (¿?) Echeverría fue responsable de este funesto episodio (y de muchas otras cosas) que dejó una importante lección: los asuntos externos deben manejarse con cuidado por manos expertas, pues la improvisación y la manipulación con fines personales o de política interna, son costosas para los intereses nacionales.

Internacionalista, embajador de carrera y académico.

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