Sucedió cuando los pisos de los cuatro largos corredores del gigantesco aeropuerto con forma de X estaban ya edificados, pero aún carecían de techos y terminados interiores: las ciudadanas y los ciudadanos tuvieron a bien elegir para presidir el gobierno a un señor de pelo blanco que había viajado fuera del país solo tres veces y que de inmediato declaró:

—El gigantesco aeropuerto no va. No le veo la urgencia.

Fue entonces que el Hombre Más Rico del Mundo supo que le correspondía salvar al proyecto. Era su contratista mayor y su nombre había servido de garantía a otros contratistas.

Este billonario, de cuyo nombre no debo acordarme acá, pues me cortarían el teléfono, (el es el dueño de todos los teléfonos del país), me prohibirían la entrada a la mitad de las cafeterías y las tiendas del país, (también él es su dueño), y tal vez se me exiliaría de mi propia patria, (se rumora que el cielo que cubre el territorio nacional es de su propiedad), llamó por teléfono al próximo presidente y le dijo:

—Hola. Soy Carlos Slim —y le pidió de inmediato una cita para hablarle de las bondades de la obra.

—En suma, presidente —dijo dos días más tarde, para cerrar su pausada y tranquila exposición— el gigantesco aeropuerto será una nodo para los enlaces aéreos internacionales, a la vez que un puerto de entrada majestuoso para el país y detonará la economía nacional.

Con igual parsimonia el próximo presidente le contestó:

—Si es tan buena la inversión, don Carlos, páguelo usted, por favor. Y opérelo como una concesión. Yo no puedo arriesgar tantos miles de millones del pueblo en esa obra.

Al Hombre Más Rico del Mundo no se le movió un músculo en el rostro. No le gustaba ni la violencia ni la polémica. Con minuciosa paciencia apagó la grabadora con que había grabado la conversación, guardó en la bolsa de su saco el chip donde se había grabado, guardó el aparato en su caja de cartón, y la entregó a un asistente para que la regresara a los anaqueles de la tienda de donde la había tomado prestada. Si el próximo presidente era ahorrativo, él lo era un par de grados más.

Esa mañana fría y de cielo nublado, los obreros y los artesanos vecinos a la kilométrica construcción, todavía de puro cemento blanco, se apostaron en su entrada principal para esperar la llegada del Hombre Más Rico del Mundo. Uno de ellos había tenido la feliz ocurrencia de que cada uno, hombre o mujer, llevara una cachucha azul cobalto —el color del logo del grupo de empresas de él. Al verlo descender de su camioneta al asfalto, voluminoso y sereno en su traje azul oscuro, aplaudieron, y al verlo encaminarse con su paso lento al interior, agitaron las cachuchas azules en el aire, sin que él se volviese a verlos.

Don Carlos caminó por el largo corredor de cemento flanqueado de varas de fierro de uno de los brazos de la X, a un lado caminaba su yerno, el constructor principal del proyecto, y tras él el resto de los contratistas, cada uno acompañado por su propio yerno: formaban un numeroso contingente de señores de trajes azules y corbatas negras, todos siguiendo el paso lento de su líder, don Carlos.

—A ver, Elías —se detuvo don Carlos, señaló una marca de cal que cruzaba el corredor, y tras él se detuvo el ejército de empresarios —¿qué diablos es esto?

—Será un muro.

—¿A medio corredor? ¿Y cuánto costará?

—100 millones de pesos.

—¿Para qué servirá?

—Para que del otro lado haya un mural.

—¿De qué artista?

—De Paco.

—¿Paco qué y cuánto cobrará?

—Paco el yerno de uno de los contratistas, don Carlos. Ya sabe, es el muchacho que tiene problemas con la realidad. El artista. Y cobrará 10 millones.

Don Carlos recomenzó el paso pausado, diciendo:

—No va. Ni el muro ni el mural. Ve apuntando cuánto le vamos cortando al presupuesto del gigantesco aeropuerto. Si lo pago yo, hasta los clips van a estar contados y pagados en su justo valor.

Mientras lo decía, de la comitiva se desprendió un contratista, el que ya no construiría ese muro, y su yerno, el pintor con problemas de realidad.

Caminaron así varias horas, a lo largo de otro brazo de la X y luego de otro y de otro más, y cada que don Carlos se detenía y señalaba algo —el enorme cuadrángulo de acero de lo que se planeaba sería un vitral, las escaleras que ascendían por tres pisos hacia el cielo, una columna monumental de ónix ámbar y hueco, una colosal piedra de ónix negro —y luego preguntaba su uso y su costo, la comitiva de contratistas esperaba reteniendo la respiración su decisión —desechar el gasto o conservarlo—, y cuando decidía desecharlo, por lo menos un contratista y su yerno bajaban tristes las cabezas y se iban derrotados a buscar la salida más próxima a la calle, donde los recibía un cielo encapotado, cada vez con las nubes grises más oscuras y más bajas.

—¡Cómo deseo no haberme metido en esto! —exclamó el Hombre Más Rico del Mundo sentado en una banca de cemento en el centro de la X del gigantesco aeropuerto. Para entonces ya solo estaban con él ocho contratistas y sus yernos, sentados en otras de las bancas de la orilla del redondel vacío.

—¿Y para qué tiene forma de X este monstruo? —preguntó don Carlos.

Su yerno le contestó:

—Para evocar la cruz al centro de México.

El Hombre Más Rico del Mundo se cubrió el rostro con ambas manos.

—No puede ser —dijo triste y abatido.

Todavía vendría lo peor. El primer trueno retumbó. Las primeras gotas le cayeron encima de la cabeza porque el aeropuerto gigantesco todavía no tenía techo. La lluvia arreció y su tamborileo sonó a lo largo de los anchos y largos y vacíos corredores de la enorme X de cemento.

—¿Corremos afuera? —preguntó el yerno.

—Da igual —respondió el Hombre Más Rico del Mundo. —La salida está tan lejos que cuando lleguemos ya estaremos ensopados. Mejor nos empapamos tranquilos y mañana cancelamos esta pesadilla.

Fue cuando lo escucharon. Al principio parecía que una lluvia más tupida avanzaba por el corredor al que daba la mirada de don Carlos: no, eran los pasos de una multitud colorida que llegaba: los vecinos del proyecto, con sus cachuchas azules y sosteniendo paraguas de colores, rojos, azules, negros, naranjas, y al frente venía un señor de mayor edad en pantalones vaqueros, que llevaba en una mano un paraguas verde y en la otra mano encerraba la pequeña mano de una niña.

—Qué suerte que lo vimos entrar —alzó la voz el hombre por encima de la lluvia y siguió acercándose con una familiaridad misteriosa. —Cuando vimos que llovía vinimos a salvarlo del agua, don Carlos —lo dijo y extendió el brazo para que el paraguas protegiera la cabeza del Hombre Más Rico del Mundo.

Echaron a andar bajo los paraguas, los hombres de traje azul hombro a hombro con los obreros y artesanos, y no bien habían caminado unos minutos el hombre que cubría con su paraguas verde a don Carlos, abrió la conversación:

—A ver, ingeniero —dijo alto, para agujerar con la voz el ruido de la lluvia—, cuéntenos cómo quedará el aeropuerto. Después de todo nosotros y nuestros hijos vamos a trabajar acá dentro, como usted se imagina.

El Hombre Más Rico del Mundo no se atrevió a responderle que no habría tal aeropuerto, que él no construía adefesios que tapaban el profundo agujero de una deuda abismal, que para colmo ya no podría ser pública, es decir: endosada al país, y por pura compasión empezó a improvisar.

—Pues mire, de acá hasta allá lejos estará todo cubierto de mármol verde de Oaxaca.

—¡Aaah! —escuchó la exclamación de asombro de los lugareños.

—Ese muro tonto que ahí ve atravesado —dijo, y su paso se había vuelto más ligero—, lo derribaremos y dejará pasar al parque interior de árboles de mandarinas que dará oxígeno y perfume al conjunto.

—¡Aaaaaaaah! —exclamaron los artesanos y obreros.

—Y allá arriba —se detuvo don Carlos e inspirado señaló el cielo del que bajaba la lluvia— vamos a tener un inmenso domo transparente, que se iluminará por las noches, y se verá desde la estratósfera como otra estrella en el espacio sideral.

—Es usted un mago —dijo a su lado el hombre, y una especie de orgullo le brillaba en los ojos. Alzó por la cintura a su nieta y se la entregó a don Carlos para que la cargara.

—¿Está loco o qué le pasa? —se alarmó don Carlos, mientras la niña le abrazaba el cuello con una misteriosa familiaridad y descansaba su cabecita en la cabezota del Hombre Más Rico del Mundo.

—Voy a tomarle una foto —explicó su abuelo y dio un paso atrás, alzó su teléfono y tomó esa foto que se volvería legendaria —don Carlos con una niña descansando su cabecita en su cabezota— y la base para la estatua de don Carlos en el centro de la X del gigantesco aeropuerto del país.

Hoy contamos esta historia a los turistas cuando pasamos con ellos ante el gigantesco Carlos Slim de ónix negro abrazado por una niña de oro macizo. Un homenaje al empresario que apostó por construir el aeropuerto que en las noches se ve desde la estratósfera como una estrella.

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