Porque soy de los que todavía se toman muy en serio a nuestro presidente, Andrés Manuel López Obrador, desde la primera vez que propuso las terapias para curar la enfermedad de la corrupción comencé a cavilar sobre su forma y su método.

La dificultad de echar a andar la iniciativa se antoja grande. ¿Cómo se financiaría? ¿Quiénes serían los terapeados y quiénes los terapistas? ¿Cuál sería el método, la filosofía, la pedagogía o la psicología? ¿Cómo medir y cómo garantizar la cura?

Respecto a la primera pregunta hay restricciones presupuestarias de entrada. Si bien el presidente sugirió que se creara una asociación dedicada a brindar este tipo de terapias, cabe precisar que este esfuerzo tendría que financiarse por entero con recursos privados.

Recordemos que el presidente dijo que las organizaciones sociales, en ningún caso, podrían recibir financiamiento del gobierno federal, ni siquiera aquellas responsables de apoyar a las mujeres víctimas de la violencia, menos aún esta otra dedicada a curar a los victimarios de la corrupción.

Quizá el Centro Mexicano de la Filantropía (Cemefi), aunque está tildado de derechoso y conservador, tenga alguna solución para asegurar que la terapia llegue a todos los rincones del país y a todas las personas que la requieran.

Esa es justo la segunda pregunta: ¿quiénes serían los beneficiarios potenciales de dicha terapia?

De acuerdo con el jefe del Poder Ejecutivo mexicano, padecen la enfermedad aquellas personas que tienen “como propósito fundamental enriquecerse a costa de lo que sea,” así como quienes “carecen de escrúpulos morales.”

Según la misma fuente, se puede también diagnosticar el mal a partir de otros síntomas, como la creencia de que la felicidad se adquiere por bienes materiales o la ignorancia de que, siendo buenos podemos ser felices.

De acuerdo con el presidente, otro indicio es haber participado en gobiernos anteriores, como “tentáculo,” o como “pulpo” metido en las secretarías haciendo negocio al amparo del poder público.

Sin ser experto en cuestiones epidemiológicas, atendiendo a la definición planteada, me atrevo a calcular que el número de posibles terapeados sería bastante grande. Pensándolo bien, quizá y hasta sea un buen negocio ofrecer este servicio a la comunidad.

La dificultad mayor posiblemente sería encontrar a las personas que, voluntaria y conscientemente, aceptasen el padecimiento y luego quisiesen someterse a la cura planteada por López Obrador.

Para tomar la terapia en cuestión, no veo llegar masivamente a los futuros pacientes, transportados en sus camionetas SUV de ocho cilindros, acompañados por decenas de guaruras, ni a sus esposas y sus hijas, bien enjoyadas, ni a sus vástagos ostentosos y mirreyes.

Una posibilidad sería que la ciudadanía honesta hiciera redadas en las zonas comerciales donde se pasea esa gente material, que desconoce la verdadera felicidad, o quizá —con ayuda del FBI— podría hacerse lo mismo en los malls de San Antonio, Nueva York, Las Vegas o San Diego, porque ahí también se exhiben públicamente tales personas enfermas.

Otro tema complicado sería el de los terapistas. ¿De qué monasterio cartujo, centro budista o templo dominico podrían surgir los miles de especialistas dedicados a curar a los miles de victimarios de la corrupción?

Habrá quien suponga que, dentro de Morena, hay suficiente recurso humano para esta ingente tarea. No sé si ésta sea la idea que tiene el presidente en la cabeza: que sus correligionarios, como boy scouts, se dediquen los domingos, que es el único día que tienen libre, a curar enfermos.

Sobre el método sabemos todavía menos. Cabe imaginar, por ejemplo, una terapia de reconducción conductual, como aquella que Stanley Kubrick describió en Naranja Mecánica. Esa terapia sería un tanto agresiva para los propósitos de la República amorosa, aunque quizá tuviera efectos curativos de rápido impacto.

Otra posibilidad sería utilizar un método similar al de los Alcohólicos Anónimos: las terapias serían grupales y ayudarían para que las personas tomaran conciencia de su trastorno, también para que los pacientes se mirasen en el espejo de sus iguales y quizá pudiesen contar con una suerte de padrino que les diera fuerza cuando la tentación de corromperse les sobreviniera de nuevo.

ZOOM:

Hay días en que no sé si debo tomar en serio a mi presidente. Hay días en que no sé si él mismo se toma en serio. Hay días en que la gravedad de los temas no merece la broma, ni la ligereza.

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