En medio de la tragedia ocasionada por el terremoto del 19 de septiembre, no dejamos de preguntarnos, en un afán de comprensión que atenúe dolor y miedo, por qué causó tanto daño un sismo de una intensidad un punto menor a la de aquel histórico y devastador ocurrido el mismo día de 1985.

El temblor del 19-S (de 7.1 grados Richter y epicentro en los límites de Morelos y Puebla) y el ocurrido doce días antes, el 7-S (de 8.1 grados Richter y epicentro en Pijijiapan, Chiapas), han captado una enorme atención entre la comunidad científica, debido a su violencia y a las particularidades que los distinguen de otros observados en las mismas zonas.

Destaca una particularidad: los dos terremotos fueron producto de una ruptura al interior de una misma placa tectónica (Cocos) y no, como comúnmente ha ocurrido a lo largo de nuestra intensa historia sísmica, por el choque de dos (la referida y la Norteamericana). Sismos como los de este septiembre son inusuales, advierte el doctor Alfredo Sandoval Villavazo, del departamento de Física y Matemáticas de la UIA, pero no extraordinarios, matiza el sismólogo Shri Krishna Shing, profesor emérito del Instituto de Geofísica de la UNAM.

¿Por qué fue tan violento el temblor del 19-S de 2017, si su intensidad, de 7.1 grados, fue menor que el del 19-S de 1985, cuya intensidad, 8.2 grados, liberó 32 veces más energía sísmica que aquel?

Una nota elaborada por los Grupos de Sismología e Ingeniería de la UNAM da tres respuestas centrales:

1. El de 1985 tuvo su epicentro en costas de Michoacán, producto del choque de placas, a 400 kilómetros de la Ciudad de México. El de este año, producto de la ruptura al interior de una sola placa, lo tuvo en la frontera de Morelos y Puebla, a solo 120 kilómetros al sur de la capital del país. Estudios realizados para sismos “intraplaca” en México muestran que, por año, es grande la probabilidad de que la intensidad de las sacudidas en la capital del país por ese tipo de terremotos alcance la de los sismos de subducción (choque de placas) como el de 1985.

2. La cercanía del epicentro incide en la velocidad y aceleración de las ondas sísmicas. El doctor Sandoval Villavazo pone este ejemplo: “Cuando un objeto cae libremente, éste aumenta su velocidad de manera significativa en muy poco tiempo. Un cuerpo que parte del reposo alcanza una velocidad de 70 kilómetros por hora en sólo dos segundos debido a la acción de la gravedad”. Una medida utilizada por la geofísica es la PGA o aceleración pico del suelo. El análisis de esa medida determinó que a pesar de que el terremoto pasado fue de 7.1 grados, la aceleración registrada fue aproximadamente de una quinta parte (14 kilómetros por hora) del valor correspondiente a una caída libre. Por otra parte, una medida que usan los ingenieros civiles para calcular las estructuras de los edificios capitalinos se llama Amax y refiere la aceleración máxima del suelo producida por las ondas sísmicas. En 1985, la Amax en Ciudad Universitaria (que está sobre suelo firme) fue de 30 gal (donde un gal es igual a 1 centímetro/segundo cuadrado), mientras que el pasado 19 de septiembre fue de 57 gal. Esto quiere decir, para mejor comprensión, que la sacudida en CU el martes antepasado fue dos veces mayor que en 1985.

3. Todos sabemos que gran parte de la Ciudad de México está edificada sobre sedimentos blandos de los antiguos lagos que existieron en el Valle. Esos sedimentos provocan una enorme amplificación de las ondas sísmicas, acaso la más grande reportada en el mundo. Los registros del Instituto Sismológico muestran que la amplitud de las ondas sísmicas con periodos de oscilación menores a dos segundos fue cinco veces más grande que en 1985. En éste, los periodos de oscilación superiores a dos segundos fueron diez veces mayores que en el temblor del martes antepasado. Los ingenieros de la UNAM explican que las ondas con mayor período de oscilación como las de 1985, amenazan a estructuras más altas, mientras que las que tienen menor período de oscilación, como las de este año, amenazan a las más bajas. Baste ver los daños ocasionados por uno y otro para corroborar el aserto.

Lo que puede inferirse, hasta ahora, y de acuerdo con las fuentes consultadas, es que el temblor del 19-S no será el último que nos sacuda; que los sismos “intraplaca” pueden tener epicentros incluso en la CDMX y que sigue vigente la probabilidad de que ocurra uno de subducción, superior a los 8 grados, con epicentro en las costas de Guerrero, donde no ha ocurrido un terremoto significativo en más de 60 años. La distancia aproximada de la capital del país sería de 300 kilómetros, esto es, 100 kilómetros más cerca de la zona epicentral del ocurrido en 1985.

Ese riesgo latente exige políticas públicas más rigurosas en materia de construcción, protección civil y desarrollo urbano.


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