Este fin de semana, todo es fiesta para el automovilismo en México, y no es para menos, la Fórmula Uno cumplirá su cita con nuestro país, y esto hace que la capital reciba con bombos y platillos a la categoría reina del automovilismo, la cual —a pesar de los cambios en los últimos años— sigue siendo todo un espectáculo.

El regreso de la F1 a México tardó, tomó tiempo y las negociaciones no fueron fáciles, pero el Autódromo Hermanos Rodríguez necesitaba sentir en su pista nuevamente el rodar y patinar de los neumáticos de un monoplaza; llámenme romántica, pero se extrañaba el sonido de los motores retumbando en las gradas y la emoción que un buen rebase genera en aquellos fieles seguidores, pero añoran una competencia más pareja y no a merced de presupuestos, pero —como en todos los deportes— en el automovilismo también existe una marcada disparidad entre las escuderías.

La nueva generación de monoplazas ha provocado una añoranza a los tiempos pasados. Los autos se convirtieron en los principales actores, dejando en un segundo plano a sus pilotos. Los equipos se volvieron locos respecto al presupuesto y todo quedó a un “entre más dinero inviertas, mejor tecnología y más buenos resultados”. Mientras unos ganaban, los aficionados perdían.

Aunque parezca un disparate, quiero asegurarles que el verdadero seguidor sabe que el espectáculo recae en ver a los pilotos luchando y peleando posiciones; las controversias que se generaban entre Ayrton Senna y Alain Prost son cosa del pasado, de ese mágico pasado escrito en la historia de la Fórmula 1.

El Gran Circo se quedó en Circo , la búsqueda de nuevos espectadores centralizó los resultados en la tecnología, los pilotos se han adaptado y el aficionado también, sin dejar de preguntarse ¿a dónde fue la magia? Incongruentemente, esto nadie se lo preguntará durante el Gran Premio México. Aquí, la F1 sí cumplió su objetivo.

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