Gran parte de la lucha política se contempla desde la perspectiva occidental. López Obrador en política es ese proceder que limina la valla occidental pero que no tropieza, antes bien, alcanza a armonizar con ese desenlace montaraz que apabulla en las alturas tan relevante promontorio. En la regla occidental la cosecha se recoge una vez acrecentado el sembradío. En la ley de la naturaleza la cosecha no contiene grupos homogéneos, son pluricultivos que impiden la erosión y trazan a mano alzada sinuosidades a campo traviesa. Vivir desde los parámetros occidentales nos ha llevado a ser obedientes ciudadanos, a conseguir puestos y honores y a civilizarnos en una cuadrícula mental semejante al plano cartesiano.

Robin Hood ocupó la conciencia promiscua del capo colombiano Pablo Escobar. De haber quedado sujeto al plano cartesiano, aquel justiciero social nacido de la ocurrencia de leñadores medievales, hubiera sido tasado a partir de la condición social más próxima a la miseria; un poco de romanticismo lo releva de esa postura social y lo condecora como demócrata al oponerle resistencia al despotismo reinante y que lo iba a suceder siglos después. Precisamente el encubrimiento de una élite que se merece todo, construyendo su meritocracia en la absolutez de Occidente, ha arribado a la modernidad despojándonos de todos los extravíos y liviandades hasta dejarnos huérfanos de confusiones que se traduce en orfandad libertaria. De esas fases absurdas de la esperanza social como fondo promiscuo de la izquierda que se basa en aquella virtud teológica, nace el López Obrador dicharachero.

Su resistencia a los tintes occidentales cobra sentido, luego de que el sistema político no ha querido pactar con él. Pero gurús no le faltan. Bartlett y políticos resentidos que han tolerado esquemas de impunidad, se encuentran de su lado ante la amenaza del sistema de abortarlos si los ubica destellando los pasadizos por donde se traman y coluden personajes que todo lo resuelven desde la cibercracia. López Obrador podría llegar a la presidencia de la República, con la misma incredulidad con que llegó a suceder en Estados Unidos a Barak Obama el descomunal Trump. Nadie le concede el aprecio popular en México a López Obrador, pero poco a poco pinta para que en el 2018 se torne creíble una derrota como la de Francisco Labastida con su gurú Alcocer Villanueva a cuestas. Si a Javier Lozano se le vaticina la misma leyenda de cercanía con el candidato del PRI, la suerte podría alcanzar a la vacuidad intelectual de saltar de partido en la misma medida que de ideólogo trasnochado.

Pero el pragmatismo ha alcanzado a un López Obrador que se ventila acólito de la devoción piadosa en la antesala del formalismo legal cuando debería tornarse partidario de la convencionalidad en lo que a desafíos de intereses nacionales adopte como esquema productivo, salvo que a México le afecten esas oscuridades terminológicas con las que Occidente acostumbra azuzar. Mucho se piensa que advertir quiénes acompañarán a López Obrador en su gabinete, es un logro democrático. Incluso se piensa que demostrar el haber patrimonial de manera pública es una razón de peso para repartir la causa pública entre los electores. Lo lamentable de todo esto es que la estética sufraga aunque la ética naufraga. Los afiliados a Morena saben que el pragmatismo es una dotación que se obsequia con la filiación. “Todo en papel, aunque los hechos tengan una variabilidad en la calidad de la entrega de las obras y se adecue a los intereses partidistas la rentabilidad de los derechos cobrados por las arcas públicas.”

En el lenguaje, lo absurdo no se aparece como por arte de magia. El profesional de lo absurdo lo celebra en la palabra que ataca la moral de los poderosos, para encumbrarse en las apariencias populares. Todo se viste de opinión, porque es de lo que se vive en política. López Obrador sabe discutir y sabe reclamar, mueve la opinión de lo absurdo en el arte de la dicharachería, todos le entienden aunque no lo compartan. Es el viejo proverbio el que sucumbe y es el nuevo paradigma de opinión el que desata las sinergias más efectivas, en el nuevo desorden nacional. La división internacional del trabajo ha fracasado ante el caos político mexicano.

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