El problema técnico del divorcio con la Unión Europea (UE) es la vecindad entre Irlanda, miembro de la UE e Irlanda del Norte, por la que Gran Bretaña deja de ser una isla al compartir frontera con un país que, de derecho, ya no lo es. La preservación de la paz y la salvaguardia del acuerdo del Viernes Santo están detrás de estas dificultades ya que el compromiso de que no haya frontera intrairlandesa restringe el menú de opciones de negociación con la UE. Cualquier solución, incluida una Brexit dura, implica la imposición de una barrera física y formalidades aduaneras para el tránsito entre las irlandas.

No hay solución sin costo para resolver este dilema. Aunque nunca se plantean así, las opciones teóricas son las siguientes, históricamente difíciles de aceptar: la reunificación de Irlanda, impensable en Belfast y Londres; la salida de Irlanda de la UE, impensable en Dublín y Bruselas; el restablecimiento de una frontera intrairlandesa, altamente disruptiva para Belfast y Dublín y a la que parece dirigirse el nuevo primer ministro Boris Johnson; el retiro de la solicitud de salida bajo el artículo 50, imposible dados los resultados electorales recientes; y, por último, el establecimiento de una unión aduanera con la UE para evitar la frontera intrairlandesa, inaceptable para los que quieren devolver al Reino Unido su característica de isla.

Theresa May, quien dejó la posición de primera ministra apenas hace unos días, fue incapaz de negociar un acuerdo con la UE aceptable para su Parlamento y para su propio partido Conservador. May, originalmente en contra de Brexit, terminó encargada de negociar los términos de un divorcio fracasado por oposición de los que prefieren una salida dura y por la falta de liderazgo del partido laborista en manos de Jeremy Corbin.

Ahora le toca tratar al campeón más visible de la Brexit dura, Boris Johnson. La pregunta es si, entre agosto y octubre, estará dispuesto a la posibilidad de un diálogo constructivo no sólo con Bruselas, sino con París y Berlín. Hasta ahora, los dos miembros más influyentes de la UE no han participado vocalmente en el proceso ni han tratado de influir el estado de ánimo político en Gran Bretaña. Su posición ha sido, más bien, que Brexit es una decisión, equivocada por supuesto, de los británicos y que es fundamental que la decisión cueste para que no se convierta en un peligroso precedente para otros miembros. Incluyeron, además una póliza de seguro (backstop) que garantiza una unión aduanera si no se logra un acuerdo durante el periodo de transición.

Ahora con Johnson como primer ministro, quizá deberían analizar si no hubiese sido mejor tratar de modificar la estrategia y la opinión pública británica antes, de tal suerte que el acuerdo hubiera sido aprobado en Westminster. En vista del desafío que representa la salida de Gran Bretaña y el alto costo que esto puede significar para esa economía, pero también para los cientos de miles europeos que viven, trabajan e invierten en el Reino Unido, los exportadores de productos agrícolas franceses, españoles, italianos para quienes el Reino Unido es uno de sus principales mercados, los emisores europeos de bonos e instrumentos financieros (incluidos los propios gobiernos), las empresas europeas de servicios que utilizan el mercado británico como plataforma, las de Gran Bretaña que operan en todo Europa, sería ingenuo pensar que el nuevo gobierno en Londres encontrará, por sí solo, la manera de saldar un pacto viable con Bruselas.

Cualquier solución requiere de liderazgo por parte de los principales miembros de la UE, así como concesiones importantes británicas. Bruselas insistirá que ya se tiene un buen acuerdo y que las opciones para Johnson son tomarlo o dejarlo como está y esperar un cambio de actitud en Westminster antes de octubre. Es probable que Johnson insista en una salida dura sin importar el precio. El problema es que costo habrá y no será pequeño para nadie.

Técnicamente no es fácil, pero tampoco imposible, imaginar una solución en la que una de las partes recupera un máximo de libertad, pero que también minimiza el impacto negativo para Irlanda del Norte.

Lo más importante es que Gran Bretaña, no sólo su gobierno, haga una introspección sobre sus ventajas comparativas y los sectores estratégicos para su futuro económico. Claramente, Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda del Norte no pueden ser vistos como potencias industriales y agropecuarias cuyo futuro dependa de la libertad para fijar aranceles de importación para mercancías. De cualquier manera, bajo una Brexit dura el espacio para modificar aranceles sería muy reducido para el gobierno británico. Como miembro de la Organización Mundial de Comercio (OMC), en ningún caso podría aumentar aranceles por arriba del nivel consolidado de la UE en Ginebra, que es de 12.8 por ciento para productos agrícolas y 3.9 por ciento para industriales, en promedio. Además, difícilmente Londres modificaría los aranceles preferenciales que la UE otorga a un gran número de países en desarrollo, muchos de ellos miembros de la Commonwealth.

Una unión aduanera en bienes con la UE resolvería la necesidad de tener reglas de origen y garantizaría el comercio de Gran Bretaña para los países con acuerdos comerciales con la UE, como es el caso de México y muchos otros. Estos acuerdos implican que el arancel aplicado por la UE es mucho menor que el consolidado en la OMC. Así, no parece merecer la pena el pleito para poder tomar la decisión soberana sobre reducciones, nunca aumentos, arancelarias menores a cuatro por ciento en el mejor de los casos para bienes industriales.

Dicho de otra manera, aceptar una unión aduanera en bienes tiene un costo bajo, excepto en términos de percepción de autonomía al adelantar la backstop, pero no en los hechos. En cambio, implica un enorme beneficio ya que evita la reimposición de una frontera intrairlandesa.

Las áreas en las que Gran Bretaña podría aspirar a tener una política global más ambiciosa que la de la UE son servicios, inversión, industrias creativas, compras de gobierno, economía digital y otras. Para que Bruselas pudiese aceptar liberarla para que negocie con la ambición que desee estas disciplinas y al mismo tiempo que las empresas, inversionistas y proveedores de servicios británicos no vean mermadas las condiciones de operación actuales y con base a las cuales tomaron decisiones de inversión de largo plazo, Gran Bretaña aceptaría el acquis communataire en estas materias pero estaría en libertad de negociar o adoptar otro conjunto de reglas que coexistirían, pero no para bienes, con las reglas comunitarias.

Esto le permitiría a Boris Johnson negociar, por ejemplo, un acuerdo en servicios (incluidos financieros, de transporte u otros), inversión e industrias creativas con Estados Unidos (buena suerte), Japón, Singapur, China, Canadá y otros, pero no en mercancías, materia reservada para decisiones paneuropeas.

El costo para Bruselas de este paquete consistiría en reconocer la soberanía de un exmiembro para negociar en estos ámbitos y reconocer su facultad de regular flujos migratorios (por lo menos entre Irlanda del Norte y el resto del Reino Unido), atenuado por el reconocimiento británico de pasivos de la UE (lo que desincentiva otras salidas) y por evitar un divorcio disruptivo en que pierden todos.

La pelota no está sólo en la cancha de Londres, sino que también en Berlín y París.

Twitter: @eledece

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