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Durante 2017, a unos días de concluir el año, llevamos 12 periodistas asesinados, más de 40 si sumamos a todos los caídos en la administración de Enrique Peña Nieto. Este año en México mataron al mismo número de comunicadores que en Siria, un país en situación de guerra.
Que maten a un comunicador ya no es primera plana, ni motivo de breaking news, más bien se ha convertido en algo habitual con un camino soporíferamente definido: el homicidio, el reporte, una protesta, levantan la voz los mismos de siempre, una condena gubernamental, un número más en la estadística y luego nada, literalmente nada, casi nunca hay detenidos, ni responsables, ni nada, hasta que se repite el ciclo.
Si un periodista caído ya no es nota, al menos el hecho de que un hombre fuese asesinado en pleno día durante un festival navideño en una primaria con niños presentes, incluido su hijo, debería llamar la atención de la sociedad, pero no pasa de una historia más para el anecdotario de nuestra normalizada tragedia.
Igual que hombres colgados en algún puente, pedacitos de cuerpos que fueron quemados en ácidos regados por las montañas, igual que la familia entera a la que mataron con todo y bebito de 3 meses o las 3 niñas hermanas, menores de 12 años, a las que violaron salvajemente o el otro y el otro y el otro ejecutado que primero fue un levantado que se convirtió en un asunto asquerosamente normal.
Estábamos hasta la madre hasta que nos acostumbramos a estarlo y fue normal, nos indignamos hasta qué pasó de moda el “no más sangre” porque ya la teníamos hasta el cuello y fue normal.
¿Cuándo se jodió todo tanto? ¿Cuando valió madre una vida más porque ya eran demasiadas las muertes para guardarles tanto luto? ¿Cuándo matar en una primaria se desdobló en un debate sobre si la víctima era periodista activo o no lo era? ¿Cuándo se jodió todo tanto?
O quizá, sólo es una negación a ver el tamaño del abismo en el que estamos cayendo.
DE COLOFÓN.— ¿Quien da más por el Cuauh?
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