La semana pasada, después del enésimo exabrupto presidencial contra la prensa, volví a recurrir a El pueblo contra la democracia, el libro canónico del intelectual alemán Yascha Mounk sobre el auge populista de los últimos años. Lo he expuesto antes en este espacio (http://eluni.mx/yzdtequd), pero ante la terquedad presidencial, va de nuevo con la esperanza de que quede claro.

Para Mounk, uno de los ingredientes centrales de la instauración de un régimen populista y autoritario es la erosión de la legitimidad del periodismo. “En la primera fase (de la construcción del gobierno populista), la guerra contra las instituciones independientes frecuentemente comienza con provocar desconfianza, o incluso odio, de la prensa libre”, dice Mounk. ¿Qué explica esta voluntad de poner en duda la labor periodística? Mounk lo tiene claro. “Los medios de comunicación críticos cubren los reclamos al líder populista. Reportan sobre los errores del gobierno y dan voz a prominentes voces críticas”, escribe Mounk. “Al hacerlo, cuestionan la ilusión del consenso, mostrándole a una audiencia considerable que el populista miente cuando asegura que habla por el pueblo entero”.

Mounk usa como ejemplo a Donald Trump y su confrontación con la prensa, a la que calumnia y agrede de manera cotidiana desde que lanzara su campaña por la presidencia hace cuatro años ya. Pero Trump no es el único. La lista es larga e ignominiosa. Recep Tayyip Erdogan, presidente de Turquía, ha encabezado una agresiva campaña de agresivo desprestigio e incluso persecución de la prensa turca. Erdogan descalifica, amenaza e intimida periodistas. También los compara con criminales. “El terrorismo no se forma por sí solo.

Tiene jardineros”, dijo Erdogan en una visita a París. “Esos jardineros son aquellos que se hacen llamar comentaristas. Irrigan el terror con sus columnas en sus periódicos”. El presidente húngaro Viktor Orban, tétrica figura de la derecha etnonacionalista europea, ha sumado un ingrediente que ha aparecido también en México: la teoría de la conspiración, la idea de que la prensa es títere de una mafia oscura. En Hungría, el titiritero es George Soros. “Debemos defendernos de la mafia de Soros”, dice Orban. "Debemos luchar contra los medios de comunicación que opera”. Lo mismo ocurre en Polonia, Italia, Venezuela, Brasil y Rusia. En todos existe el objetivo de minar la labor periodística desde el poder.

Andrés Manuel López Obrador se ha ganado a pulso su inclusión en esa lista de populistas empecinados en erosionar la legitimidad de la prensa libre. La evidencia está ahí y encaja, como anillo al dedo, en la enumeración de síntomas que sugiere Mounk. López Obrador ha aprovechado el megáfono de la Presidencia para desacreditar el trabajo de la prensa que le incomoda. Ha descalificado diarios y cuestionado la honestidad no solo de periodistas específicos sino —y esto es lo realmente grave— del gremio en general. Cuando denuncia, como presidente de México, la supuesta existencia de un “hampa del periodismo” incurre en una generalización inaceptable e insostenible y, mucho peor, en una calculada estrategia de erosión de la legitimidad del oficio mismo. Ese es el propósito de la filtración de la lista de periodistas y empresas que recibieron publicidad oficial el sexenio pasado. De por sí incompleta y parcial, la lista además no incluye contexto alguno. Sin matices ni explicación de por medio, se convierte no en un ejemplo de transparencia sino en un golpe malintencionado. Su intención no es otra más que abonar al desprestigio del gremio desde la generalización burda. El equipo de comunicación del presidente de México sabe que, en la era de las redes sociales, el embuste desde el poder es eficaz por inmediato.

Desmentirlo toma tiempo y espacio, ambos inexistentes en los tiempos de la inquisición digital. Calumnia, que el desprestigio queda.

Además, el nuevo gobierno de México ha puesto en práctica otro de los elementos que Mounk advierte en la guerra contra la prensa libre en regímenes autoritarios: se ha hecho de un coro de repetidores de la calumnia, la inexactitud y la descalificación. “La mayoría de los populistas”, dice Mounk, “construyen una red de voces leales en los medios que les aplauden cada decisión”. Mounk ejemplifica con lo que ha hecho el presidente de Estados Unidos: “Trump está construyendo su propia contraprogramación. Tiene una relación cercana con Fox News. Ha dado acreditaciones de prensa a sitios de internet marginales que respaldan su agenda de manera acrítica”. Lo mismo está sucediendo en México. El régimen lopezobradorista se ha rodeado de una red de sicofantes que cumplen un solo propósito: defender al régimen en cuanto espacio sea necesario. Esa defensa prácticamente unánime, que ya hubiera querido el priismo más rancio en su tiempo, incluye, frecuentemente, no el debate de ideas sino la descalificación sistemática de quien disiente. Al experto o al crítico se le calumnia o se le acusa de ser representante de una mafia, defensor de intereses perversos o lacayo de antiguos vicios. La evidencia no importa. Lo que interesa es el esputo, la mancha. La intención es la misma que describe Mounk: acallar el disenso y deslegitimar el ejercicio del periodismo y la crítica. Ocurre en las conferencias mañaneras, la prensa, la radio, la televisión y las redes sociales y, como demuestra Mounk, no es exclusivo de México. No por eso deja de ser alarmante, y mucho más en un país donde el ejercicio del periodismo implica, en el caso de miles de colegas de enorme valentía, un riesgo físico.

La prensa y la crítica mexicana necesitan protección. Contra lo que el sistema de adoradores del presidente de México insiste en vender, la salud de la vida pública mexicana depende en buena medida de la robustez de su prensa. El gremio mismo debería ser el primero en abrir los ojos y dar un golpe en la mesa: la historia demuestra que la tentación autoritaria es una espiral. En México ha comenzado a girar. Conviene a todos detenerla con trabajo, valentía y solidaridad, todo en defensa de las libertades que se han conquistado.

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