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La semana pasada, el Washington Post publicó los resultados de una encuesta hecha en México sobre varios temas, incluida la relación bilateral con Estados Unidos y la actitud mexicana frente a la migración. Como ya habían sugerido otros sondeos parecidos, una clara mayoría de mexicanos mira a los inmigrantes con recelo, aprueba el uso de las fuerzas armadas para perseguirlos y sugiere que la solución para la crisis migratoria está en la deportación de los refugiados potenciales antes que otorgarles estadía temporal en México, ya no digamos un camino franco rumbo a la residencia permanente en el país.
Los resultados son desoladores por su contundencia: México es más xenófobo que Estados Unidos. Dos botones de muestra. 55% de los encuestados en México quiere que los inmigrantes que atraviesan el país sean deportados. En Estados Unidos, solo 15% responde de esa manera a una pregunta similar. 64% de los mexicanos en el sondeo del Washington Post dicen que los inmigrantes son una carga para el país. En Estados Unidos, la cifra no alcanza ni el 40%. Nuestra virulencia xenófoba es, en suma, más severa que la que aqueja a Estados Unidos. Somos más trumpistas que Trump.
Es una tragedia que podría complicarse conforme crece la población migrante en el país, sobre todo en las dos fronteras. ¿Cómo revertir la xenofobia mexicana? El primer paso es el mismo que tienen que dar los medios de comunicación en Estados Unidos en su lucha contra el nativismo trumpista: darle voz a los migrantes, hacerlos visibles para ese porcentaje mayoritario de la población que evidentemente desconoce las horrendas condiciones de las que escapan las miles de personas que cruzan México todos los años buscando ya no una vida mejor sino una vida, punto.
Estuve la semana pasada reportando desde los albergues para migrantes en Tijuana. Cada uno de ellos enfrenta enormes desafíos, mucho más después de que el gobierno mexicano optara –en una medida de una crueldad inexplicable– por cortar de tajo el respaldo financiero a estas organizaciones civiles (para un albergue que recibe mujeres y niños, la mayoría de ellos mexicanos desplazados por la violencia en el país, el recorte supuso decirle adiós a la tercera parte de su presupuesto anual). Muchos de los trabajadores sociales que operan los refugios están también indignados ante la falta de albergues oficiales para las tres olas migratorias que confluyen en Tijuana: migrantes (mexicanos y extranjeros) que llegan con la esperanza de cruzar al norte, centroamericanos “retornados” bajo el injusto programa “Remain in Mexico” (al que el gobierno lopezobradorista accedió sin recibir nada a cambio) e indocumentados deportados de Estados Unidos. Todos se dicen alarmados por la creciente xenofobia mexicana.
Isaac Olvera, quien dirige el albergue para mujeres del Ejército de Salvación en Tijuana, achaca el prejuicio mexicano al desconocimiento del dolor y esfuerzo de la comunidad migrante. “Es una desinformación increíble que no tiene nada que ver con la realidad”, me dijo. “Es gente soñadora, generalmente sana, y que lo que está buscando es solicitar asilo”. Además de las buenas intenciones de la gran mayoría de los migrantes en México, muy poca gente conoce las historias de dolor detrás de la decisión de emigrar. La hermana Salomé, una de las encargadas del albergue Instituto Madre Asunta para mujeres y niños que carecen de una red de apoyo en la ciudad, me dijo que las mujeres que llegan al refugio lo hacen en “shock completo por toda la travesía. Para muchas de ellas ha sido un calvario el cruzar, un Vía Crucis el cruzar México”.
Salomé no exagera. Basta escuchar alguna de las historias de las mujeres congregadas en el saturado patio de la pequeña casa color azul claro donde opera el Instituto para echar un vistazo al abismo. Comparto solo una con el lector. Conocí a una madre hondureña a la que llamaré “Silvia”. Había llegado a Tijuana unos días antes con su hijo de diez años, un niño de ojos grandes y tristes que no se despegó de su madre un segundo. Su padrastro abusó de ella por años hasta que Silvia se fue de casa apenas comenzando la adolescencia. Se casó joven con el padre de sus cuatro hijos. “Al principio fue un hombre muy bueno, especial, pero hace dos años se enamoró de otra mujer”, me dijo Silvia. Empezó a humillarla y golpearla. Harta, tomó a uno de sus hijos y partió hacia el norte. En Tapachula encontró saturados los albergues del gobierno mexicano. Durmió en la calle días hasta que un hombre se acercó para supuestamente ofrecerle ayuda. Así comenzaron semanas infernales. Con engaños, el hombre la esclavizó junto a otras mujeres. Abusaba de Silvia sexualmente. “Me tenía como su mujer. Y yo le decía ‘¿por qué no se ensaña con nadie más, sino que conmigo’”, recordó entre lágrimas. “Y él dijo ‘porque de todas las mujeres que andan aquí, yo las estuve observando, y tú eres la más humilde’”. Pocos días después, Silvia dice haber visto en un celular fotografías de hombres hincados, con las muñecas y los tobillos atados, señal de una posible red de trata. Aterrada, logró escapar junto con su hijo (lo que habrá visto y escuchado ese niño…) gracias a ACNUR, la agencia de Naciones Unidas para los refugiados. Hoy espera la oportunidad de solicitar asilo en Estados Unidos.
La vida de Silvia no es la excepción. Al contrario: es emblemática. Darle la espalda a ese sufrimiento es inhumano e indigno de la historia mexicana. Pero decirlo no basta. Para convencer a los nuevos xenófobos mexicanos de su falta de nobleza hace falta contar estas historias una y otra vez. La única manera de luchar contra el prejuicio, en Estados Unidos, México o cualquier otra parte, es darle voz a los que no la tienen. Empecemos ya.