Amparado en una interpretación trasnochada de política exterior y una buena dosis de cinismo, el gobierno ha decidido borrar la voz de la diplomacia mexicana del escenario mundial durante los siguientes seis años. No solo no quiere ser “candil de la calle”: pretende que la calle no existe. Ya la historia dirá si la práctica del avestruz es el camino correcto en una época en la que el prestigio y el liderazgo mexicanos son indispensables, al menos en América Latina, donde el gobierno autoritario brasileño se ha sumado a una larga lista de desafíos encabezados por la aberrante destrucción de Venezuela por un gobierno inepto, tirano y represor que López Obrador, en su silencio, ha optado por avalar para nuestra vergüenza internacional. Allá él.

Lo que es inadmisible es extender el mutis a Estados Unidos. Contra lo que prometió públicamente en campaña, el presidente de México ha elegido no responder una sola de las ofensas y mentiras que ha proferido Donald Trump en los últimos días, ya sea sobre el mentado muro o la emergencia de seguridad que, dice Trump, se vive en la frontera. Trump incluso publicó hace poco en Twitter (para sus 57 millones de seguidores) un video con imágenes del supuesto caos fronterizo para respaldar su obsesión de construir la barrera que separe ambos países. En el video aparece, de pronto y de manera absolutamente reprobable, una bandera mexicana. Ni siquiera eso ha sacado de su letargo a López Obrador, quien prefiere esconderse detrás de alguna ocurrencia cantinflesca que podrá haber sido simpática en campaña pero que en la Presidencia es inapropiada (ya pasó, me parece, el tiempo de hacer chistes con la carterita). “Yo hablo de lo bueno”, ha dicho, como si actuar con dignidad frente a “lo malo” fuera caer en una provocación.

Pienso en al menos dos razones elementales por las que López Obrador debe responder de manera robusta al discurso nativista de Donald Trump. La primera es que, a diferencia de lo que ocurre con cualquier otro país, en Estados Unidos viven al menos 30 millones de personas de origen mexicano, entre ellos 5 millones de indocumentados cuyas vidas se han visto trastornadas por el clima de odio que parte de la Casa Blanca. Cada falacia que espeta Trump sobre México, el crimen en la frontera o el papel de los migrantes en la vida de Estados Unidos sume a la comunidad mexicana —insisto: millones de personas de carne y hueso, miles de los cuales votaron en el 2018— en la zozobra y el desamparo. Permitir que Trump siga agrediendo de manera impune a México y los mexicanos implica una omisión de las responsabilidades elementales de quien ejerce la Presidencia mexicana. Tan mexicano es el que vive en Tabasco como el perseguido en una redada en Arizona. Ambos merecen que su gobierno defienda sus derechos y promueva su respeto. Pretender lo contrario es de una mezquindad inesperada en el nuevo presidente de México.

La otra razón que justifica una respuesta a las necedades de Trump tiene que ver con la consecuencias del discurso nativista ya no en la vida de los mexicanos sino en la formación de la opinión pública estadounidense, o al menos entre los votantes republicanos. Sondeos recientes revelan a qué grado Trump ha logrado confundir a un gran número de conservadores. 75% de los republicanos dicen, por ejemplo, que el mayor problema que enfrenta Estados Unidos es la migración indocumentada, un miedo irracional en un país que enfrenta grandísimos retos de desigualdad, violencia de armas de fuego y adicción a las drogas. Una notable mayoría tiene también una mala opinión de México. Por desgracia, ese desprestigio no se queda solo en las palabras. Los crímenes de odio han aumentado de manera constante desde la llegada de Trump a la presidencia. Hace un par de años, en una entrevista, López Obrador sugirió separar las acciones del gobierno de Estados Unidos del sentir del pueblo estadounidense. Si lo sigue pensando, debe acordarse de sus propias palabras y actuar para que la ponzoña nativista no continúe envenenado a buena parte de esa sociedad que convive día con día con millones de mexicanos.

Resumo: el discurso nativista de Donald Trump hostiga y lastima de manera comprobable a millones de mexicanos y ha logrado erosionar el buen nombre de México entre un sector muy importante de la sociedad en Estados Unidos. Son palabras mayores que requieren acción urgente. No se trata de “buscar pleito”. Se trata, eso sí, de aclarar lo que hay que aclarar, con civilidad diplomática y la firmeza que da la evidencia. Trump podrá tener su propia opinión, pero no sus propios datos. No: en la frontera no se vive un caos inédito ni nada que se asemeje a las imágenes con las que Trump y su equipo de producción audiovisual envenenan a sus seguidores.

No: la migración no representa una amenaza de seguridad nacional para Estados Unidos ni nada que amerite locuras como el envío de miles de tropas estadounidenses a la frontera. No: México no pagará por un metro del muro y ciertamente no está pagándolo a través de la renegociación del TLCAN. No: México no tiene obligación alguna de aceptar la imposición estadounidense de devolver unilateralmente a tierra mexicana a miles de migrantes centroamericanos que buscan asilo en Estados Unidos. Aclarar cada una de estos asuntos que han estado en boca de Trump en los últimos días no requiere “pleito” alguno. Requiere, eso sí, altura y presencia diplomática, además de firmeza elemental. Ese es el único camino para alcanzar el famoso respeto que ofreció López Obrador en campaña, cuando prometió responder cada insulto trumpista. La indolencia que ha elegido ahora, y que marcó buena parte de la relación entre el gobierno peñanietista y el propio Trump, no debe repetirse. En este caso, el silencio diplomático no es señal de fortaleza, no frente al evidente agravio de millones de mexicanos.

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